lunes, 23 de febrero de 2009

Tracking (her down)

Esta es una reseña de todo lo que no sé de ella. Ahora que le dijeron que usar vincha le quedaba bien, era común verla con una los domingos. Juraba estar embelesada con “El Padrino”, pero nunca alquiló las secuelas. Sólo se llevó la uno con aire misterioso y convencida de que estaba satisfaciendo una necesidad antigua dentro de su alma de pionera pasada de moda.
La miré mucho la primera vez que vino porque me hizo acordar a Audrey Hepburn, pero sin ese refinamiento tan perjudicial para la voluptuosidad femenina. Sophia Loren cantando con Peter Sellers sería más acorde.
Si la veía venir, era doble la alegría (qué palabra más horrible, nunca está bien visto andar alegre por la vida, es una vergüenza y además uno corre con desventaja, baja la guardia) porque es ley devolver las películas al día siguiente de ser alquiladas. Y por si el cliente (todos despreciables ignorantes, no saben nada de cine, sólo aparecen cuando se nubla y alquilan comedias norteamericanas y cosas de Disney para los chicos, pasando por alto a Kubrick o a Fellini- no sé para qué me gasto en separarlas por director) no llegara a haber internalizado esta norma, siempre lo despido con un “Hasta mañana antes del cierre”. Si se olvida de volver al día siguiente, - yo siempre estoy al día siguiente- bueno, no habría razón, nadie puede olvidarse. ¡Pero lo hacen!
Lucía me cubrió aquel sábado y parece que el clima estuvo espantoso porque hubo muchos alquileres.
- ¿Alguna vez te pasó que no te devolvieron alguna película?
- Claro. Pero por eso anotamos el número de teléfono del cliente.
Y la dirección.
- ¿Y?- su actitud apagada y desapasionada para con la vida me
había cautivado hacia años. Ahora había un tenue rastro de cinismo que aún me recordaba que algo teníamos en común. - ¿Mandás matones?
- No- busqué un encendedor y terminé usando fósforos, que
siempre me dieron pena y encendí un cigarrillo- pero se les puede llamar la atención y pedirles que devuelvan…
- Pero eso no garantiza que te la devuelvan- me interrumpió
descaradamente. No iba a ceder.
- En última instancia se los veda de por vida…
- ¡Vedado!- aulló mofándose- Oh por Dios! He sido vedado del
video club de mi barrio!- Encendió uno ella también, el humo nubló sus anteojos de estudiante aplicada, se acodó sobre el mostrador dejando al descubierto un hombro blanco, resultado de no veranear por años- ¿Y vuelven implorando clemencia?
Decidí que la charla estaba terminada y le pedí la lista de las personas que habían alquilado en mi ausencia. Vi el nombre de ella, la chica de la vincha. Al lado de “Qué he hecho yo para merecer esto?” y “Zoolander”. Esta última, mierda absoluta. Ingrediente esencial en mi concepto de mujer: subestimar su inteligencia. Algo irresistible: que no busque impresionarme.
La había visto días antes, mientras Lucía me comunicaba en frases ingeniosas porqué Alex de la Iglesia la tuvo en vilo toda una semana porque ella trataba de averiguar el secreto detrás del montaje de “800 Balas”- nunca creí que hubiera secreto allí, pero a quién le importa, Lucía es una de esas personas que se desvive por analizar lo que a nadie le interesa analizar, por ser finito y agotable; y yo la miraba a ella buscando una película con su amiga. Pasaban por alto los clásicos, señalando algunos sólo para acompañarlos de comentarios como “Ésta me la hizo mirar mi abuela tres mil veces,” o “Mirá, la que parodian en los Simpsons.” Se detenían con ojos incrédulos y unos tintes más rosados de lo normal al pasar por la sección de eróticas, y esbozaban comentarios poco favorables ante los títulos icónicos. “Uh, esta la miré para la facultad, dura mil horas y no pasa nada, son todos chinos con cara de preocupación y llueve todo el tiempo.” Rashomón. Japonesa. Kurosawa. 1950.
Y al otro día volvió, como dictamina mi ley profética. Se quedó mirándome después de que tomé la película envuelta en la reglamentaria bolsa de forropol turquesa con la que mis películas viajan fuera de mi negocio y esperó ahí parada- no sé qué espera, sinceramente- hasta que le dije “Listo, ya está. Gracias.”
Pero volvamos al tiempo presente. Ella había alquilado el día anterior dos películas. Ya eran las 8: 30 p.m. y Lucía no se iba a falta de algo mejor que hacer. Afuera estaba nublado.
- El señor que se parece a Macri, el del edificio negro, no vino
todavía.
- Ese nunca cae antes de las 9. Hoy domingo va a ir a comprar
pizza y va a pasar más tarde. – Miré el reloj y puse un disco de Sui Generis para ver si los nervios se aplacaban.
- También vino el chico flaquito de anteojos. Preguntó por una pero creo
que no la tenés.- Estaba harto de ese individuo. Sólo existía para reclamar cosas no editadas en el país, o aún peor, las pedía en inglés, idioma que es fácilmente sospechable y por lo tanto inútil aprender, para luego decirme cosas como “ah, la deben haber traducido mal, porque en el idioma original se llama…” Lo recuerdo agitándose – asmático- tratando de explicarme la urgencia con la que debía ver algo que concluí se había traducido como “Reflejos en un Ojo Dorado” (1967, Liz Taylor, Marlon Brando), basada en la novela del mismo nombre de Carson Mc Cullers, autora que él insiste en llamar Lula Carson Smith. ¿Para qué se trenza en discusiones intrincadas, para luego llevarse “Bladerunner”, haciéndome jurar que esa copia incluía los cortes del director? Sinceramente, ese tipo de cliente, que juega a saber de películas, también me enerva.
- La señora mal teñida alquiló ayer también. Mirá, “Flores de
Acero”.
- Mmm- No me interesaba. Estaba anonadado al
enterarme de que me desesperaba por volver a ver a la chica de la vincha. Era patético. La imaginé en su casa. Despreocupada, rojo en las paredes, dorado en los muebles, piernas largas asomándose por debajo de su bata. Un interlocutor. ¿Eso la estaba deteniendo?
Decidí salir un momento que sería corto porque la idea de que mi reino pasara tiempo sin mi presencia hegemónica no me dejaba tranquilo. Lucía entendió que debía hacerse cargo del negocio. Estaba soplando un viento poco auspicioso, se estaba nublando más. Es imposible olvidarse de que hay una película sin devolver sobre el aparato reproductor de DVD, una frase poco feliz, pero ¿hay otra manera de llamarlo? Una película ajena late sobre el aparato. Destella una luz alarmante que dicta en las profundidades del cerebro: ¡Atención! ¡Devolver!
Se proyecta una duda en el entendimiento del ser humano obsesivo: ¿Puedo terminar el día por hoy y cerrar la puerta con llave, o hay algo más que deba hacer en el mundo exterior?
No puedo entender que el cerebro de ella no formule estas cuestiones. Me dirigí al negocio otra vez y busqué su dirección. Lo único que la debe estar deteniendo es un crimen. Ella es la víctima y yo el encargado de esclarecerlo.
- Lo que tanto temía- me dijo Lucía cínica. – Estoy a punto de
verte en acción. ¿Puedo traer pochoclo? – La miré, bufé y decidí llevarme el teléfono a la trastienda.
Naturalmente, nadie atendió.
Ahí estaba. Mi mente batallaba contra la idea de que hubiera
salido, acompañada de un sujeto alto, barbudo tal vez, con manos fuertes y un cuerpo sacado de una película barata de amor Hollywoodense. O que simplemente se negara a atender el teléfono porque sus manos estaban ocupadas con algo más interesante… Colgué de golpe y volví a salir.
Ella vivía a la vuelta de mi negocio. El portero me abrió la puerta. Hubo algo en la mirada del hombre que comprendió que mi interés por entrar al edificio sólo abrigaba una causa noble y heroica. No tengo porqué revelar aquí las claves que comparten los porteros con los comerciantes del barrio.
No funcionaba el ascensor. Mientras subía piso tras piso, luchando con las escaleras, todo se reproducía vívidamente detrás de mis ojos, en ese cine privado que tenemos en la mente. La puerta rota, marcas de golpes en las paredes. Cuadros estrellados contra el piso, sillas volteadas. Las lámparas desgarradas y un centenar de libros desparramados en la alfombra. Sintiendo náuseas proseguiría hacia las habitaciones. Un rastro de vasos hechos trizas me marcaría el itinerario del asaltante y posible homicida, y sería evidencia del forcejeo previo. La cama revuelta y un bulto inerte. Tomaría coraje de la petaca de whiskey que traía en el bolsillo- ¿La tenía hoy conmigo? – me cercioré de que así fuera entre el cuarto y el quinto piso.
No la tenía.
Iba a tener que enfrentarme con la realidad despiadadamente sobrio.
Inerte. Con los ojos abiertos hacia el ventanal. Había manchas de sangre en la pared sobre la cabecera. Y su bata hecha jirones. La cara interna de sus muslos estaba amoratada, y tenía magulladuras en el mentón. Entendí que había sido imposible devolver las películas para ella. Escudriñé el cuerpo un poco más de cerca y divisé marcas de dedos en su garganta. Le acaricié la tráquea con la ceremonia con la que se despiden a los héroes de guerra, y tal vez por única vez le dediqué una mirada dulce. Un golpe en la puerta me obligó a volver hacia la sala.
Dos policías me estaban apuntando con armas y gritando cualquier clase de frases incoherentes, que según mi experiencia, sólo tenían como objeto que levantara las manos y me quedara quieto.
Ahora comprendía. Esto era una redada. ¡Creían que yo había cometido aquella aberración!
- ¡Esto es un error! Yo sólo vine a buscar unas películas…- era
una pésima trama hasta para ser inventada espontáneamente mientras subía las escaleras de un edificio.
Llegué a la puerta de su departamento, con las manos húmedas y
la garganta hecha un nudo. Toqué el timbre. Sonó. Vacuo, como siempre que no hay nadie. Cuando hay gente el timbre suena distinto.
Esperé. No quería darme por vencido.
Tuve que hacerlo al cabo de 15 eternos minutos, en los que mis manos volvieron a secarse, pero al mismo tiempo una ira ciega me inundó. Mis películas estaban dentro de aquél departamento, y yo allí afuera, sin una orden de allanamiento. Ese tendría que ser un derecho inalienable de los propietarios de video clubs.
Derrotado, bajé las escaleras. El viento me recibió de vuelta en la calle y furioso volví a mi negocio.
- Qué bueno que volviste- me saludó Lucía- Pedí pizza.- Ni la
miré. Deseaba estar solo. Sin dejar que mi mal humor la afectara, continuó. – Hubo devoluciones. – Levantó dos películas para que yo las viera. “Qué he hecho yo para merecer esto?” y “Zoolander.”
- Vino la chica esa de la vincha. Pero no tenía vincha hoy.
Estaba apurada se ve, porque dejó las películas sobre el mostrador y salió corriendo. Creo que la esperaba alguien afuera. Un rubio con barba.
Comencé a apagar las luces. Igualmente, ya era hora de cerrar. (2009)