sábado, 11 de septiembre de 2010

No sé quién va a leer esto

Yo no sé quién va a leer esto. Y ese es el miedo más común entre escritores. Por suerte yo tengo un grupo de gente amiga que lee mis cosas aunque no quiera. Pero quiero contar una cosa que no es un cuento. Es verdad. Dos cuentos de los que están acá, Tracking(her down), everyone’s favourite, y Mía, que ya lo odio, ganaron una especie de concurso. Me negué a pagar por el premio (la publicación)- ahí está el gancho- , pero la editora me pidió por favor si podía incluirlos en la antología con los demás “ganadores”.
Estuvieron listas las antologías. Hace semanas. Recién hoy- diluvio y casi piedras- pude ir a buscar unas copias para comprarlas. Sí, compré mi propio libro, porque al no haber pagado el “premio”, no me correspondía ninguna copia. Entonces me encaminé hacia una dirección, que yo creía era una editorial, y no. No era una oficina llena de libros y rollos de papel en el piso, que es mi idea de editorial. Era una casa suntuosa y adornada con antigüedades. Llena de libros y rollos de papel en el piso.
La editora me abrió la puerta y me dio mi certificado de mención de honor, o alguna adulación similar, y así adquirí las copias de la antología.
Quise hacer muchas preguntas- ¿Cómo planea hacer circular estos libros? ¿Usted va a seguir organizando concursos?- pero sólo había una que importaba. ¿Quién va a leer estos libros?
Una cantidad insana de libros formando una escalera descansaban en compañía de los sillones en la sala de la editora. Y eran un montón. Y hacía mucho tiempo yo creo que estaban ahí. Si a cada autor que sí haya pagado le corresponden unas cuantas copias, había dos opciones: o los autores se olvidaron, o en realidad había más copias que las necesarias.
Volví en el 29, casi a nado, con las copias y el diploma en la cartera. Y cuando cuente esto, muchos pensarán, qué bien, ya estas publicada, en un libro de papel – que es mucho para cualquier autor. ¿Y dónde se pueden comprar esos libros? Esa es una buena pregunta. Por ahora, la respuesta es: en el living de una señora que vive en Jean Jaures y otras tantas. (2010)

lunes, 31 de mayo de 2010

Juan Carlos

Juan Carlos siempre estaba contento con lo que quedaba en la panadería y nunca se quejaba si el colectivo pasaba de largo. Esa tarde de noviembre, el ánimo de Juan Carlos estaba especialmente elevado porque había salido más temprano de la imprenta de su padre - donde lo instaban a atender el teléfono y a sellar papeles que ya tenían sello, y además le pedían que fuera urgente a cualquier lado si estaban recibiendo a un cliente importante- y todavía las veredas estaban doradas de sol. Entonces, Juan Carlos decidió que tal vez era una buena idea ir a caminar por Corrientes a perder ese tiempo que sabría mejor cómo emplear si tuviera a alguien que lo esperara en casa; pero como ese no era el caso, se internó en una librería que vendía obras de invaluable ingenio y originalidad a costos despreciables.
Primero miró las mesas cubiertas de ediciones de clásicos, como para cumplir con los grandes, y luego de su ceremonia se internó en los estantes polvorientos de los que ni los empleados del local se acuerdan. Ese olor a papel a punto de mutar en polvo lo transportaba a sus años de adolescente; cuando aprovechando que los chicos de la barra junto con sus hermanos lo perseguían por alguna apuesta perdida o una mala jugada en la canchita de la esquina, él se escondía en la biblioteca, donde jamás se atreverían a entrar. Y allí conoció un sinfín de almas solitarias que a pesar de no tener pares – sobrevaluados, endiosados pares- eran dignos de odas enteras y aventuras inigualables, amen de la nota trágica de su existencia: Ahab, Clarissa Dalloway, Edna Pontellier, Florentino Ariza, Singer y Fredo Corleone, entre otros héroes incomprendidos que llenaban los estantes olvidados de la biblioteca municipal de su barrio, a la que mantenía viva una cooperadora vetusta con miembros agonizantes.
Mientras avanzaba hacia su estante preferido, descubrió un banquito de madera bajo una pila de discos de vinilo. Se imaginó que a nadie le molestaría que él tomara ese banquito por unos momentos para sentarse mientras miraba los libros, ya que su cadera no era la de antes y pasar mucho tiempo agachado a la larga le terminaba saliendo caro. Dejó la pila de vinilos en el piso junto a la pared para que nadie los pateara, y cuando se agachó para mover el banquito, una fuerza en sentido contrario lo detuvo. Miró hacia arriba y vio que una mujer de unos 30 años había tenido la misma idea que él.
- Disculpe, señor, - dijo ella- pensé que no iba a usar este
banquito.
- Pero por favor, señorita, tómelo usted!- se indignó Juan Carlos
que no concebiría jamás que una mujer se quedara parada mientras él gozara de asiento, y estuviera dentro de sus posibilidades cedérselo.
- No, está bien; igual no me iba a quedar mucho.
La señorita en cuestión se llamaba Cora, y le contó que al igual que
él, había salido temprano del trabajo.
- Yo no tengo necesidad de sentarme, señor. Es obvio que usted lo
necesita más que yo.
Aunque a Juan Carlos le dolía como una puñalada que ella lo llamara “señor”, no dejó de ser amable y se animó a seguir con la charla.
Cora tenía un gato, y sin dar tiempo a que Juan Carlos le preguntara, explicó ciertas verdades sobre él.
- Mi gato, Guiraldes, siempre se me adelanta para elegir la silla
donde se quiere sentar. Usted me hizo acordar a él recién.
Juan Carlos sonrió y le hizo una pregunta que no tuviera nada que
ver con gatos, a ver cómo se las arreglaba Cora. Ella contestó enseguida.
- Vivo en Once. Pero trabajo en Flores. No me queda tan lejos.
- Yo viví un tiempo en Flores, pero me mudé a Almagro después de
que terminamos el colegio.
- Pero usted debe haber terminado el colegio hace décadas. Me
extraña que ese evento siga siendo un marcador con respecto a las etapas de su vida.
- Ah, eso, querida, debe ser porque cuando terminé el colegio me vi
libre para ser como yo realmente era, sin miedo a los chicos malos.
La charla se había tornado tan profunda para que se llevara a cabo en el pasillo angosto de una librería de Corrientes, que después de haber obstruido el paso de innumerables clientes por casi una hora, decidieron salir a la calle.
- ¿Le gustaría tomar un vermouth? – preguntó Juan Carlos, sólo
para ser amable, y convenciéndose de antemano que muy posiblemente la respuesta sea no. Él tenía ganas de un Cinzano a esa hora, así que ya había decidido que si ella se negaba, él iría solo.
- ¿Qué es un vermouth?
No hizo falta contestar, porque Cora había desaparecido. Sin
preámbulos, sólo así de la nada. Se le fueron las ganas de tomar el vermouth, y caminó solo a su casa, sintiendo una mezcla de desazón y alegría tonta por haber conocido a alguien tan particular. Una pregunta con ganas de ser contestada flotaba en el aire. Singer se habría sentido igual.


Exactamente una semana más tarde, en la puerta de la confitería San Carlos, Cora apareció otra vez, sonriente, queriendo saber qué era un vermouth. Juan Carlos la miró extrañado pero entusiasmado porque era justamente lo que él quería tomar en ese momento.
- Un aperitivo, acompañado de cositas, para picar. No sé, o lo que
usted prefiera tomar a esta hora. – Juan Carlos ya estaba cediendo su preferencia, en pos de llegar a un acuerdo que le permitiera pasar algo de tiempo con Cora. Una muy mala costumbre; porque es señal de debilidad y falta de amor propio postergar las ganas por querer complacer a un extraño.
- Bueno, está bien. Vamos a ver qué tal es ese “vermouth”
del que usted habla.
Una vez sentados a la mesa, se les acercó el mozo.
- Dos Cinzanos con soda y unos ingredientes, por favor.
- ¿Les armo una picada?
- Si es tan amable el caballero.
Cora sonreía desmesuradamente, apoyando el mentón sobre una
mano. Su flequillo castaño iba de un lado al otro, a merced de la brisa que entraba por la ventana, y se mordía el labio inferior: señal inequívoca de fascinación. Juan Carlos se acomodó en la silla varias veces, quiso doblar una servilleta y ponerla abajo de una de las patas de la mesa que parecía ser más corta que las demás. Probó una tras otra, y siempre la mesa seguía inclinada perturbando el buen orden de los elementos que iba disponiendo el mozo sobre ella.
- Debe ser el piso. Alguna baldosa que está mal nivelada. – Dijo
Cora, por un lado para que Juan Carlos dejara aquella empresa sin objeto, y por otro para expresar su opinión.
- Señorita, tiene usted muchísima razón. – Juan Carlos tomó el
sifón y le sirvió soda en su vaso. – Y le digo más. No sólo usted tiene razón, sino que me expresó su opinión -que es claramente contraria a la mía, porque yo pensé que el problema era la mesa- de una manera tan amable, que aunque no tuviera razón, se la habría dado. Porque se la merece.
Cora parecía conmovida. Podría estar asustada o confundida, pero por suerte sonrió aún más. Juan Carlos se sintió alentado a seguir explicando.
- Cualquiera de mis hermanos me habría considerado estúpido y
criticado lo que hacía. Es desgraciadamente una tradición familiar el hecho de que ellos tienen un temperamento más avasallante que el mío, y por lo tanto, siempre tienen razón.
- Pero eso es una incoherencia.
- Vaya usted a explicárselo a casi 45 años de tradición familiar.
Cora dejó de mirarlo por un momento para bajar los ojos pensativamente. Ese silencio triunfal le daba la razón a Juan Carlos.
- Es difícil hacer cambiar a los demás. Todas las noches Guiraldes
se agarra el sofá de dos cuerpos y no hay manera de sacarlo de ahí. Y mire que he tratado de hablarle…
- Me imagino.- la vista de Juan Carlos se perdió por la ventana y
sólo el movimiento del mozo trayendo más ingredientes de copetín lo trajo a la realidad.
- Me encantan las aceitunas.
- A Guiraldes también! Se vuelve loco!
- Entonces su gato debe ser muy inteligente. Es una verdad
indiscutida que si a un gato se le da plata, lo primero que va a comprar son aceitunas.
Cora abrió los ojos desmesuradamente.
- Usted es una persona tan sabia. Pero a veces no entiendo alginas cosas de usted. Por ejemplo, porqué el fin de la secundaria marca etapas en su vida.
Como si hubiera estado esperando que Cora dijera algo así, Juan
Carlos respondió sin inmutarse.
- Mientras que para todos, la secundaria es el semillero de amistad
y de momentos inolvidables más idílico de la vida, para mí es sólo un mal sueño. No la pasé muy bien. Nunca pude encontrar pares entre los adolescentes.
- ¿Qué son adolescentes?
A Juan Carlos no se le ocurrió pensar en las conclusiones lógicas de cualquier persona medianamente conectada con la realidad, a saber: a) Me está tomando el pelo, b) Es débil mental, c) Me voy.
Muy por el contrario, Juan Carlos se dispuso a explicar con claridad qué constituía un adolescente. Pero Cora se excusó para ir a saludar a un conocido de ella que pasaba por la calle.
- ¿Me presta esta lapicera? Ya vuelvo.
Y no volvió. Pasaron horas, y Juan Carlos decidió que no podía seguir esperándola. Pidió la cuenta, y caminó hasta su casa. Eso sí, como Ahab, con una lapicera menos.

Un sábado a la mañana, Juan Carlos había tenido que ir urgente a dejarle unos papeles al escribano de confianza de la familia a la calle San Martín, lo cual lo dejaba muy cerca de San Telmo, y ahí andaba husmeando libros en la calle Bolívar cuando una voz lo despertó.
- ¿Qué es un adolescente?
- Básicamente, es una persona que se encuentra en la etapa de la
vida entre la niñez y la adultez, pero las edades varían con la persona, y con las épocas históricas, claro está. En mis tiempos, uno se hacía adulto de golpe cuando terminaba en colegio. – Juan Carlos sólo respondió automáticamente como si todo el curso normal de su vida se hubiera detenido con la última partida inesperada de Cora.
- ¿Y en estos tiempos?
- Bueno, aparentemente, la adolescencia ha tomado rumbos
insondables y se extiende más allá de los límites que plantean los números. Es decir, hay personas que tienen casi 35 años y siguen comportándose como adolescentes.
- ¿Y qué supone comportarse como un adolescente?- preguntó
Cora sin mirarlo y sin dejar de desacomodar cuanto libro tocaba.
- Podría decirse que no asumir responsabilidades, no hacerle caso
al reloj…
- Ah, pero eso es muy vago. Casi todas las personas que conozco
son adolescentes entonces.
- Está bien, está bien, puede que tenga razón. Vamos a ver… voy a
darle datos más específicos. Por ejemplo, si alguien sale de su casa con una media de cada color, y en vez de espantarse y de contar los minutos para volver a casa, se ríe de sí mismo con una pizca de orgullo; eso es un adolescente.
- ¿Y si hace calor para medias? ¿Cómo se mide la adolescencia?
- Ay, señorita, ¿no podríamos ir a sentarnos a algún lado y le sigo
explicando?
Juan Carlos estaba exhausto, pero escuchó con mucho gusto lo que decía Cora mientras se acercaban al bar La Poesía. Mientras tanto, trataba de ordenar en su cabeza las características de un adolescente, haciéndolas sonar lo más simples posible.
- Ahora estamos todos revolucionados en casa, - relataba Cora-
porque está por venir el Primo Nobel.
- ¿El Primo Nobel?
- Sí, es el hijo del hermano de mi madre. Es una persona muy
importante, y toda la familia busca impresionarlo con muestras de inteligencia.
- Pero mire usted qué curioso.
- Si, entonces, no es raro ver a todos mis parientes memorizando
versos ilustres, fórmulas complicadísimas o datos curiosos sobre la naturaleza.
- ¿Y usted con qué busca impresionar a su Primo Nobel?
- No sé. Tal vez si usted me explicara lo de los adolescentes, yo
podría usar ese conocimiento.
- Yo me imagino que su Primo Nobel debe saber lo que es un
adolescente. De hecho, todos fuimos adolescentes alguna vez.
- ¿En serio?
- Bueno, algunos por más tiempo que otros. De hecho, quien lleve
sus sueños e ilusiones en alto, sin importar cuán improbables o ilógicas puedan resultarles a los demás; eso es un adolescente. – Juan Carlos declaró triunfalmente y se dispuso a tomar su café que se estaba enfriando.
- ¿Eso es todo? ¡Entonces yo soy una adolescente!
- Bueno, además hay algunas cuestiones madurativas.- dijo Juan
Carlos, dándose vuelta para llamar la atención del mozo.- Yo le dí la definición romántica de lo que es …- Pero cuando volvió a mirar en dirección a Cora, ella ya no estaba ahí sentada. Otra vez se había esfumado, pero esta vez no vio para dónde se había ido.
Navegó solo en esa mesa, por una hora más, sabiendo que se venía el fin. Porque esta vez, Cora no había formulado una pregunta antes de que se la tragara el aire. Este iba a ser un fin solitario. No se le ocurría con qué pretexto volvería Cora a querer compartir su tiempo con él. Tenía que admitir que no se lo quería en ese lugar; como a Fredo en su bote.



Un domingo, después de un fastuoso y acalorado almuerzo familiar, Juan Carlos se perdió por las callecitas de Palermo Viejo buscando una bufanda, porque ya se venía el invierno. Cuando se hubo cansado de confundirse entre géneros y lanas, auspiciados por sonrientes vendedores, se sentó en un bar a tomar un capuccino.


- ¿Le puedo contar algo que me dijo mi tío?
- No hay mejores cosas que las que dice un tío. - Respondió Juan Carlos con una sonrisa. Cora había vuelto, quizás por cuanto tiempo. Pero lo importante es que, aunque no había habido interrogante previo, Cora se las ingenió para volver a irrumpir en su vida.
- Es el papá del Primo Nobel es el que me dijo esto.
- Ah, el Primo Nobel! ¿Cómo pasó su visita?
- ¡Muy impresionado! Las que más se destacaron fueron mi tía Gina y su hija, la prima Beba, que presentaron la obra Copenhague, improvisada.
- ¿Cómo improvisaron esa obra?
- Se sentaron en la sobre mesa y lo hicieron.
- ¿Pero la habían leído antes?
- ¡No! Las improvisaciones no tienen libreto.
- ¿Y cómo saben que fue justamente Copenhague lo que interpretaron?
- Uff. Usted es lento, eh?- Cora miró al mozo, que se apuró a traerle una carta.- Lo importante es que el Primo Nobel quedó muy contento con la obra, y las felicitó especialmente. Pero…- Y acá Cora levantó su dedo índice para llamar su atención- Conmigo fue con quién pasó más tiempo.
- Ah, pero qué bien. La felicito.
- Sí, y a propósito de eso, mi tío me dijo algo que es lo que yo le quería contar.
- A ver…
- Me dijo que el Primo Nobel pasa tanto tiempo conmigo porque le gustan mis preguntas. Y además, él tiene todas las respuestas y le gusta alardear.
- Me parece muy cierto lo que dijo su tío. Yo también creo que sus preguntas encierran cosas inesperadas.- Juan Carlos la miró pedirle al mozo un té, y trató de hacer contacto visual.
- ¿Por qué cree usted que yo hago buenas preguntas?
La mirada punzante de Cora lo hizo sentir un poco incómodo. Buscando en su mente una respuesta adecuada miró por la ventana y en su divagar no se dio cuenta de que Cora había terminado de formular una pregunta. Y cuando volvió a la realidad, con una respuesta a medio armar, ella se había esfumado. El vapor del té dibujaba arabescos en el aire que debería estar ocupado por ella. No pagó la cuenta hasta que el té estuvo frío. Esperó sin objeto, pero por obstinación y tal vez por cábala. Como Florentino a un ser apellidado Daza.

Una tarde cualquiera, perdiendo la noción del tiempo en la sala, a esa hora en la que las lámparas de pié deben prenderse, pero no está tan oscuro como para prender las arañas, Juan Carlos resolvía un crucigrama. Y de pronto, sin hacerle caso al 5 vertical: Lago de Hyde Park de forma alargada, sintió una urgencia sorda de bajar hasta la puerta de entrada. Una vez que cruzó el umbral de su puerta la vio. Cora estaba sentada en la plaza de enfrente, mirándolo fijo.
Corrió sobre las líneas peatonales, y se sentó al lado de ella.
Ni la saludó.
- Sus preguntas son una inspiración para seguir pensando. Por eso
son tan buenas.
Caminaron un rato por la plaza, mientras las sombras se arrastraban sobre el césped y lo teñían de noche. (2010)