lunes, 11 de mayo de 2009

Lorenzo

Something tells me I don't have to go scavenging in the night for another soul

Ante todo, una se enamora de un nombre. Lore, Lori. Con él pasó exactamente eso. Lorenzo era todo nombre. El sonido de su antigüedad resbalaba por la dulzura que le otorgaba la L inicial, pero se veía interrumpida amablemente por la n en el medio. Sin contar la masculina característica que le daba el hecho de que termine en o, algo que se precia sobremanera en cualquier buen nombre de varón.
Había días en que sólo pronunciar su nombre me llenaba de placer. Ensayaba llamarlo, con su diminutivo, haciéndolo más corto. Era una palabra que se apropiaba de mi lengua y de mis labios y se sentía tan cómoda en la boca. Saboreé su nombre mucho antes de inundarme en la cotidianeidad de sus besos.
El modo en que llegó a mi vida no fue simple. Supe de su nombre y de su existencia años antes de que nos presentaran formalmente e intercambiáramos números de teléfono.
Desde ahí, nada fue convencional. Lorenzo de mi corazón, mi nene hermoso, era- para decirlo de manera rápida y efectiva- raro. Me lo repetía gente de mi entorno. Pero ¿qué importaba si no era lo más conveniente para consolidar un futuro con cimientos duraderos? No necesitaba que eso me lo diera un hombre. Yo sólo encontré en él una manera de detener el tiempo y de que la edad dejara de importar.

De todos modos, me daba cuenta de que mi gente no lo trataba con credulidad ni tomaba en serio a mi dulce Lorenzo, dueño absoluto de mis pensamientos. Mi hombre, al que miraban de reojo y levantando las cejas.
Que usara un vaso para rascarse la cabeza, que no supiera
vestirse o que durmiera en el piso tapado con una alfombra eran gestos que me llenaban de algo parecido a lo que algunos denominan ternura, pero del tipo que lentamente muta hacia la incomprensión. Yo sabía que su modo de vivir adolescente era lo que más me obsesionaba de él. Su habilidad para separar la edad de la práctica. A veces, él era tan idealista que yo sentía ciertas mañanas de domingo que estábamos a kilómetros de distancia abrazados en la cama.
- La revolución comienza desde la más tierna infancia. De hecho,
está presente dentro del folklore pedagógico heredado de nuestros antepasados anarquistas italianos y españoles. Si no me creés, escuchá esto: Aserrín Aserrán, los maderos de San Juan, piden pan, no les dan; piden queso les dan hueso, y les cortan el pescuezo.
- Sí, Lori, estoy familiarizada con la ronda infantil.- Miraba cómo
movía sus labios y ya parecía que había pasado una eternidad sin besarlos.
- Perfecto, a lo que voy es que es claramente una canción de
protesta. Se trata de trabajadores oprimidos que piden condiciones de trabajo dignas y mejoras salariales simbolizadas con artículos de consumo básicos como pan y queso, y sólo obtienen represión y violencia.
- Es una brillante interpretación, Lori. Lo que tendrías que hacer
es cerciorarte de qué área geográfica comprende la citada San Juan, y cuál es su relevancia en el canto.
- Son muchos interrogantes.
- Cuando yo cantaba esa canción en el jardín, no sabía lo que era
pescuezo. No la canté hasta que le pregunté a mi mamá lo que quería decir. – Nunca pude aprehender algo que no entendía.
- Bueno, y dentro de la misma línea de pensamiento, podemos
analizar La Farolera.
- Era una prostituta. – le contesté preguntándome si esta charla iba a durar para siempre.
- Pero se enamora de un coronel, dando a entender que sus
hábitos licenciosos son cambiados por una figura de autoridad sistemática, como es un militar. Entonces el mensaje es: con los militares todo lo malo desaparece.
- Me deslumbrás, Lori.- Pensé que lo mejor era vestirme.
- Y uno anda lo más pancho por ahí cantando La Farolera como si
nada. ¡Y se la enseñamos a los chicos! ¡Y ellos no tienen idea de lo que están cantando! Habría que enseñarles cómo repudiar a aquellas figuras de autoridad prepósteras. – tomó agua, se alborotó el cabello y se fue a sentar arriba del escritorio de mi habitación, con aire pensativo y altanero.
Lorenzo era categórico y ácido, se apasionaba a menudo, y no le temblaba el pulso al garabatear leyendas en las paredes de la facultad; una faena riesgosa e innecesaria para mí, una proeza para él.
Idealista e innovador. Un sueño. ¿Pero podía ser yo partícipe de este sueño? Mi tendencia a ser estructurada no me lo permitía.
A veces nos trenzábamos en miradas interminables, tumbados contra la pared de su cuarto, sin hacer nada. Sólo mirándonos a los ojos por minutos engarzados eternamente. Y era siempre yo quien rompía aquél encanto con la prisa que es inherente al primer beso de la noche. Solía desear que no existiera un beso sin aquél preludio ausente y aquel diáfano perderse en el universo del otro.
Yo sólo quería que él me hiciera su prisionera unas tres veces por semana. Quería malcriarlo, verlo dormir y saberme capaz de despertarlo con la mente. Pero a él parecían importarle otras cosas.
- Hoy voy a vivir como predica Kerouac. Sólo voy a tomar
whiskey, estar con amigos y escuchar jazz al tope.
- ¿Y tomar colectivos que no sabés dónde tienen la terminal?
Mi ser racional lo había parado en seco. Su sonrisa desmesurada
se volvió una mueca lastimosa.
- Desde la mente, quise decir.- Vi cómo cerró los ojos, sombrío.
Tardó en volver a sonreír esa tarde. Traté de retomar el tema.
- Para vivir como, por ejemplo, Dean Moriarty, necesitás tener el
concepto de infinitud frente a vos, pastillas y, principalmente, un auto, Lori.
- Tu conocimiento teórico es filoso. Lastima todo lo que pienso.
No sé si me está haciendo bien.
Me sentí devaluada y vacía. Si yo quería ser tan racional, entonces
tenía que renunciar a su adolescencia.
Ahora camino sola por una calle que a él le habría encantado. Yo
sé que hay fuego detrás de sus ojos pasados de moda, e ideas no natas esperando que les demos un futuro dentro de un divagar ahumado, pero me niego a matar a un ser tan puro con teoría fría. Hace meses que ya no sé nada de él.