sábado, 27 de diciembre de 2008

Ó(b)s(tá)culo

El presagio de un deseo concedido




Estaban allí, esperándola, y entre los invitados estaría él. Un príncipe. ¿Palabras, rumores? No podía imaginarlos. Le daba vértigo pensar en todos sus allegados allí reunidos, aguardando su entrada a la fiesta, como tantas otras veces.
No hay que olvidar que ese color va a causar revuelo, o al menos comentarios poco favorables, había dicho su confidente. ¿Por qué solía disparar verdades con tan poco tacto? Es el cariño lo que lo hacía enunciar juicios tan inhumanamente premonitorios. Siempre estaba acertado.
No importaba el vestido; todos ya sabían que le gustaba disfrazarse, y ser estridente era su marca personal. Estridente y anacrónica en el vestir.
Ese era el problema; ella ya estaba acostumbrada a hacer entradas triunfales. Era el ritual de siempre: el de esperar pacientemente con su estupefaciente dama de compañía en la recámara, reír sin freno, soñar con música y acomodar su vestido. Ese color es hipnotizantemente adictivo. ¿Y por qué estaba nerviosa ahora? Era la promesa del príncipe. Había habido un contacto, una mesa larga llena de extraños comensales dispuestos a entretenerla con relatos imaginarios o no. Pero sólo él era el destinatario de todas sus sonrisas. Porque era verdad lo que comentan, ella no le sonreía a nadie fehacientemente. Sólo de compromiso a quien se aventuraba a bailar con ella, para luego sugerirle que deseaba quedarse sola.
El humo, las luces, el desenfrenado regreso del baño a los saltos porque están pasando esa canción, el escote ceñido, el oropel, el protocolo, el abanico y gritar letras que resuelven disyuntivas a coro, dejando el alma sobre ese suelo de madera pulida. Vestidos yendo y viniendo, vasos y botellas, damas especulando, caballeros a la expectativa. Ojos protagonistas, espadando sin tregua y armarse de coraje para llegar y ser anunciada. Saludar, abrazar a gente que sólo es real entre aquellas paredes, bromas, besos, miradas otra vez.
¿Sabrán ellos que lo estoy buscando?
Guardarropas, besos, barra. Esta canción ya la tendrían que dejar de pasar. Pero a la gente le gusta; ya sale algo más de tu estilo. A la derecha el Conde de… A tu izquierda, la Marquesa de … A esa señora sonreíle más, cuidado que tiene un hijo soltero que no te va a gustar. ¿No me podés ayudar con cierto príncipe que…? Nena, yo no puedo, me siento mal metiéndome en esas cosas, teniendo en cuenta que vos en tu pasado… Vas a tener que arreglarte sola. Todos te conocen.
Y esas palabras de su confidente y guía le describían un interrogante mayor. Había que deslumbrar sutilmente. Ese color era la respuesta. Estaba segura.
Entró inhalando fuerte todo ese conjunto de almas conjuradas para hacerla sentir viva una vez más. Un séquito fiel y un guía certero.
Estamos hablando de un centenar de personas que se trasladan constantemente de un lugar a otro. Y tantos personajes legendarios encerrados en aquél número. Sorpresas, resurgimientos de entre las cenizas- como a todos nos ha pasado; todos portamos nuestras heridas de guerra altaneramente.
Mirándonos los pies con un mareo vertiginoso y respirando esa esencia encantadora, euforia, decoro, que no se note que miro siempre hacia aquel lado.
Sabes que no es la última vez… sé más discreta. Fiel séquito de tres personas, siempre pendiente de los movimientos. El alma se cuela a través del violeta y salta, al descubierto, evidente. Un temblor sin precedentes.
Ojos en duelo, ojos que se adivinan lejos y se atraen. Una charla que se va a extender en sueños por una semana.
El príncipe se acercó.
Ella rió divertida y decidió internarse en sus ojos. ¿Cómo se describen con palabras las ansias, el anhelo? ¿Cómo se transmiten deseos prescindiendo del contacto? La corte lo vería mal si ella tomaba el primer paso. Y él le refería anécdotas, porque vos el otro día dijiste… no, no hablaba de eso, más risas y el inevitable nos vemos luego ante miradas expectantes y curiosas.
Que una canción nos rescate. Dejarse llevar sin pausa y que el cuerpo hable. ¡Qué éxito que tenés! No me jodas, vos sabés exactamente lo que quiero y me está costando. Pero, su Excelencia, no creo que sea prudente, si es lo que el destino favorece. No me hables del destino, que no tiene nada que ver. También ese color, los invitados murmuran. Vos sabías que ibas a llevarte ojos con vos a donde fueras. Y eso se nota. Permítame decir que sus caprichos de cortejo le pueden jugar en contra.
La única aliada es la música. Nos ilumina. ¿Alejarnos de este guía? Refugio sonoro, refugio líquido. Malos consejeros.
Una mancha violeta se propagó a través de la multitud, ante los ojos azorados de su dama de compañía. Los músicos titubearon. Jamás se detengan, gimió en su carrera. Cuerpos inertes se entrometían en su camino, ni siquiera sabía si corría en la dirección correcta. Lo adivinó a lo lejos. Como un proyectil hacia sus ojos.
Siempre le habían advertido que los impulsos dan fin a un placer prolongable. Se internó tozudamente en su mirada. Tratando de salvaguardar su honor, su séquito se precipitó. Una sofocación súbita la inundó al vislumbrar el final del secreto por develar mientras el príncipe abrazaba su ser violeta y la enfrentaba para disgusto y horror de la corte.
Se desplomó sobre él, la vimos caer y se revolucionó el salón. No era más que una laguna violeta cubriéndolo. Creo que estaban pasando Tainted Love. (2008)

sábado, 15 de noviembre de 2008

Shh

Miranda se levantó y se sorprendió de que la casa estuviera tan silenciosa. Se frotó los ojos y bajó de la cama pisoteando muñecas, pantuflas y ositos. Caminó bostezando por el pasillo. El rumor de la radio se iba haciendo más grave mientras se aproximaba a la luz amarilla que venía de la cocina. Su madre estaba atareada, entregada a una misteriosa faena que Miranda no podía ver desde sus 5 años.
- ¡Buenos días! ¿Querés tomar algo?
- No.- miró a su alrededor, evaluando todo, sintiendo celos de todas las horas que
su madre había pasado ahí sin ella. – No me despertaste.
- Estabas durmiendo…
- ¡Por eso!- Se impacientó y arrojó al vacío de la cocina una cuchara que se
asomaba desde el borde de la mesada. Su madre la miró.
- Miranda, tenés el mismo carácter de la Tía Sari cuando se levanta. – Se agachó
a buscar la cuchara. – Así no me estás ayudando.
- ¡Yo no me quiero parecer a la Tía Sari!- El fastidio era lógico.
- Claro, mi amor, nadie se quiere parecer a la Tía Sari. ¿Me querés ayudar?
- Sí
- Bueno, fijate si vino el sodero.
Perplejidad. Los mayores y su manía de dar por sentado el significado de las
palabras. Primero pensó en preguntarle si el sodero estaba en casa en ese momento. Exploró los pasillos, hasta ese pasillo que va al cuarto de los cachivaches que le daba miedo. No vio al sodero. De hecho, no sabía muy bien qué esperar, ya que nunca había visto al sodero. Seguramente sería un señor con bigotes y hasta anteojos. Se quedó parada en el pasillo, mirando el piso. Estaba perdida. Pero no quiso preguntar, porque quería ayudar. Y preguntando no se ayuda. Así que se dirigió al teléfono. Por lo general cuando los grandes tenían una duda, la descargaban contra uno de esos aparatos con tantos botones tentadores.
Levantó el tubo. El tono le molestó.
- ¿Qué hacés ahí, Miranda? Te dije que fueras a la puerta a ver si vino el
sodero…
Error. Grave error. Nunca se había mencionado una puerta en la consigna. Miranda dejó el tubo, triunfante porque había encontrado una respuesta al levantarlo, sin necesidad de preguntar, y corrió a la puerta. Llegó y la miró. Era enorme. Y seguramente pesada. No se acordaba de haberla abierto sola antes. Se estiró y accionó el picaporte. Una ráfaga de viento fantasma, de esas que corren misteriosamente por los pasillos se coló en el hall, y casi le sacó la puerta de las manos a Miranda, que tiró con todas sus fuerzas para dejarla abierta.
La ráfaga se calmó y apoyó la puerta contra la pared. Miró hacia el pasillo. Lo único que se veía era la línea de luz que se colaba por debajo de la puerta del departamento C, allá a lo lejos, pero la penumbra no era tan espesa como para no notar si ahí había un sodero.
Con la satisfacción de una misión cumplida, y sin reparar en cerrar la pesada puerta otra vez, porque el impulso de anunciar que la misión fue un éxito es más poderoso que terminarla, Miranda vociferó.
- No, no está el sodero.
- ¿Te fijaste si están los sifones?
Esto ya rozaba la falta de respeto. ¿Qué es eso de agregar elementos a la misión cuando una ya está saboreando los laureles de la victoria? ¿Ahora sifones también?
Los vio, orgullosos, en fila como pingüinos junto al marco de la puerta. Sí, ahí estaban.
- ¿Están o no están? – su madre seguía el progreso de la empresa desde la
cocina.
- Sí, están.
- Bueno, traelos.
Miranda los arrastró hasta la cocina.
- Dejalos ahí- le señaló un rincón al lado de la heladera. – Muy bien. Ahora llevá
esos dos que están vacíos y dejáselos al sodero.- Miranda no lo podía creer. ¿No le había aclarado ya que el sodero no estaba ahí afuera? Pero no quiso preguntar por miedo a que la misión se volviera más complicada. Le pareció que lo más lógico que podía hacer, que para nada coincidiría con lo que su madre creyera lógico, era dejar los sifones vacíos en el mismo lugar en dónde había encontrado los llenos.


La ráfaga de viento en el pasillo la transportó. Sí, me dijo que se los deje ahí afuera.
- Está mal. Los soderos jamás pasan dos días seguidos.
- Sí, Miranda, es verdad. Te debés estar acordando mal.
- No, les juro que al otro día pasó el sodero, si hasta mi mamá me dio plata para que…
- Ah, la relación sodero-cliente es un vínculo sagrado.
- El sodero no existe más
- ¿Cómo que no existe más?
- Es un personaje mitológico.
- Bueno, eso es lo que yo creía cuando era chica, como que vivía debajo de los
sifones. No entendía muy bien.
- No hay nada qué explicar. Es mentira, el sodero no es nadie. Nadie los vio
nunca.
- Pero ¿Cómo explicas la presencia de soda en un hogar?
- Supermercados.

Cerró la puerta con dificultad y el sodero ocupó su mente mientras almorzaba mirando la tele, mientras vaciaba el contenido de su habitación en el pasillo para jugar, y mientras pintaba con acuarela en el piso del comedor.
Mientras su madre preparaba la cena, sin que nadie lo sugiriera, volvió a mencionarlo.
- Ya que sos mi secretaria oficial con este asunto, ¿no me querés hacer un
favor más? – Las palabras secretaria y oficial la llenaron de orgullo.
- Ponele esto al sodero.
Miranda tomó el billete con la prestancia que requieren estas situaciones, abrió la
puerta y lo dejó abajo de los sifones. Las preguntas que cruzaron su mente deben haber sido ruidosas, porque su madre la vio entrar y le regaló una explicación de esas que tanto le había mezquinado durante el día.
- Mañana, el sodero deja sifones llenos y se lleva la plata.
Miranda abrió los ojos más grandes, y lo único que pudo imaginar fue que un hombre con bigotes y hasta anteojos vivía debajo de los sifones y los llenaba desde ahí.


Habría que seguir simulando. Un secreto le cruzó los ojos. Y vio todo tan claro. Las etapas de la historia correspondían perfectamente a las etapas de la vida de un hombre. Miranda ahora mismo estaba parada en el Renacimiento de su vida. Casi 14 años. Era la época en la que iba a volver a los mitos de la Edad Antigua, como el del sodero, para reformularlos y hacerlos célebres otra vez. La Edad Media de su pre pubertad la había acallado por medio de vergüenza y miedo al ridículo. Ahora ella se sentía el centro de su universo; volvería a las fuentes clásicas para abrirse caminos y encontrar respuestas. Pero nada se podía decir. No estaba segura de que su teoría fuera bienvenida entre sus pares. Sólo silencio y confundirse con el montón. El secreto consagra y esclaviza. Tal vez, con la primera adolescencia viniera la Era de la Razón, y entonces allí, antes de que el Romanticismo la ciegue de ira contra las instituciones y dogmas, podría exponer su teoría. Sólo sonrió.
(2008)

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Veneno

Pasos en falso, seres que se alimentan de odio. Beware! Están por todos lados. Pero no inspiran odio los muy desalmados, sólo pena e impulsos de alejarse lo antes posible. Lo más agresivo que me inspiró alguien jamás, y suplico no volver a pasar por sufrimiento semejante



Si yo hubiera sabido que me estaba condenando a una existencia atada a su persona, a su esencia y a su fragancia, jamás me habría embarcado en la aventura de su cuerpo. Era tétrico. Fue lento y baboso al principio. Recuerdo sentir que no era lo adecuado mientras nos dábamos batalla pausadamente en la cama la primera vez que fue mío. Pero continué, tal vez por un capricho ciego; el de vivir una vida de soltería postergada y el de que mis antojos me llevaran por el camino de la casualidad. Él estaba en mi cama, y yo no podía dejar de repetirme a mí misma lo demente que era todo aquello.
Mis entrañas explotan mientras trato de escribir estas palabras, mis nervios se sedan, me haría bien fumar algo. Y las lágrimas serían tan necesarias ahora, pero no llegan. ¿Qué las estará retrasando?
Nos dábamos cita porque sí, creo que no había nada más que hacer con el tiempo y nos venía bien sentir el calor del otro, dormir abrazados, respirar compañía. Palabras aletargadas, comentarios que eran inocentes y cariñosos, de repente mutaron en una seguidilla de amenazas de muerte y de miedo a dar pasos en falso. Me di cuenta tarde de que la felicidad no estaba invitada a compartir esa vida juntos. Horas se sucedieron, horas de cavilaciones, sospechas. Un cariño fue una vez, pero se convirtió en dura y gélida duda por parte de los dos. Por miedo a enfrentar a nuestros seres verdaderos, esas criaturas verdes y podridas que habitan dentro de nuestro corazón y que nos dictan los movimientos dentro de una relación, nunca nos dimos tiempo para estirar sobre una mesa todos los temblores del alma.
Reconozco que fue una torpeza en pos de la libertad individual, por salvaguardar la singularidad y por razones que ya no recuerdo. Y tantas torpezas, que nunca son bífidas como su lengua, se acumulan hasta formar un gran error que lastima y percude cualquier síntoma de afecto que pudo haber atacado al organismo.
Se acelera un curso de acción, sin conocer muy bien las causalidades del asunto y de repente se siente repulsión por alguien que nos hacía soñar con una voz descascarándose en pasión hacía apenas semanas. Y es así como comenzó mi suplicio.
Una tarde, mirando una nube rosa violácea, decidí que una vez más un cariño caduco me asfixiaba. Y como suelo resolver en seguida estas cuestiones, lo puse en palabras que él pudiera entender y no resintiera.
Sus ojos fueron proyectiles que me dispararon lástima y temor. Por un momento temí por mi vida. Pero volviendo a casa, sola, me sentí a salvo. Hasta que entré a mi casa y ésta ya no era mía. Todos sus discos y libros estaban apretándose en los estantes de mi biblioteca. Su ropa oscura invadía mi closet y su cama era el único lugar que me acogería esa noche. Ninguno de mis efectos personales estaban allí. De hecho mi vasta superficie de esparcimiento estaba limitada a su territorio, y el ahogo era mayor.
Su esencia me perseguía, ahora que yo vivía en su casa. Y esa urgencia por hacerme sentir una mujer, esas ganas de ser recorrida por manos ansiosas no me inundaba más. Era él trabajando desde su entorno, que ahora era el mío y me confundía en un sinfín de aburridas charlas y grises rutinas. Una nostalgia honda clavada en el alma, la falta de niñez pasada a la cual recurrir, la ausencia de presencias en casa, toda mi vida estaba muerta en una caja lejos, lejos de mí.
Y sólo una voz rancia, pestilente me recordaba lo que yo había sido antes de conocerlo, una mujer sin desperdicios, un ser de luz, con planes precarios pero propios, que no sabía amar sino de la manera más pura. Y por seguirlo, por fundirme con él en algún momento del pasado, perdí todo lo que me hacía única.
No estoy en condiciones de odiarlo. (2008)

lunes, 13 de octubre de 2008

(En)Ajena(Dos)

Sólo la permanencia de un tiempo ya lejano y de un amor ya caduco me llevaron a escribirlo.


Habían pasado ya días desde que Troy le gritó. Bren no sabía muy bien qué pensar, pero trataba de no inmutarse y descansaba al abrigo de la idea de que el adiós estaba cerca.
Ella se había quedado mirándolo con lágrimas en los ojos y algunas remeras que acababa de sacar de uno de los cajones de la cómoda. Él la increpaba enérgica pero amablemente.
-Estás sola, yo también. En un momento como éste lo último que necesitamos es que duermas en el otro cuarto. We might as well…
Y we might as well, entonces y así se hizo. Noches abrazándolo en nostalgia y cubriéndose de lástima por sí misma. No había funcionado. Pero sin que ella lo admitiera jamás, un vértigo por verse a la deriva le estaba naciendo en aquél lugar del cuerpo donde las cosas se saben a ciencia cierta, y se sienten meses antes de que sucedan. La inefable, deliciosa certidumbre de lo incierto. Esa casa era de los dos y había que irse. Un dejo de extrañeza velaba sobre la cama si ella llegaba borracha de andar con otra gente, pero él nunca le daba la espalda. La necesidad del otro cuerpo era mutua. Se entregaban como quien convida caramelos a los que tiene cerca. Más que nada, por caridad y por la imperiosa creencia de que esa alma gemela podía estar necesitándolo.
- En estas situaciones no podemos ser mezquinos, y estamos para brindarnos, por el tiempo que nos quede de vivir juntos. – había dicho él, muy sabiamente.
Hoy era el último día del resto de sus vidas lejos del otro. Bren se despertó y lo abrazó por última vez en la mañana. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
- Honey, no otra vez. ¿Siempre vas a llorar? Vamos, que hay que vaciar este
cuarto.- El imperativo disfrazado de rutina forzada la enfermaba, pero ahora ya estaba agonizando. Una de las últimas órdenes a acatar.
Lo único que quedaba en el dormitorio era el colchón en el piso y el canasto de tela que usaban para la ropa sucia.
Uhh, pero no me quiero levantar, hay que sacar las sábanas, yawny person. ¿Y qué hacemos con …?Vamos, metete en la ducha que ya voy. Yo me ocupo de este desorden.
Dulce autoridad. Si comenzaba a enumerar todas las cosas que extrañaría de vivir con Troy, iba a llorar mucho ese día. Esa ducha sería su confidente por última vez. La ambivalencia de todo lo que sentía por él le daba náuseas.
Se despidió de esa vela de gel con el fondo del mar simulado en la base, que ella le había regalado el verano anterior. Ya estaba desgastada y descolorida. Como ellos forzando una relación inconexa. La alfombra del baño. Las toallas. Se las dejo porque me ocupan mucho espacio en las valijas. La ducha no le hizo bien. Se estaba empezando a secar, y Troy hizo su entrada triunfal, siempre sonriendo, siempre pensando en él.
Era un ritual hablar- y olvidarse- de cualquier cosa mientras ella se maquillaba y él
se duchaba. Cantar a dos voces, imitar acentos, contame chistes, pero ahora no porque me voy a lavar los dientes y me atraganto de la risa, te acordás cuando te hiciste pis?, basta, si le contaste a todo el mundo, you bastard, me dijiste eso tan feo? you just wait, te voy a extrañar. Por si acaso la culpa. Nubes otra vez.
Se puso la ropa que dejó afuera de las valijas y bajó corriendo las escaleras a
pesar de las continuas y vanas advertencias de Troy. Pasó por la sala, ese piso la sostendría por última vez hoy. El cuero marrón de los sillones ya no la acunaría si se quedaba sola e insomne a la noche. Los acarició con un amor punzante y abortado. Con rabia Les suspiró un adiós. Se internó en la cocina. Botones accionados por última vez. Esas tazas, la celeste para ella, la blanca para él. Dos de café, nada de azúcar, té con leche y azúcar. Un rito mecánico, resentido por meses, convertido hoy en cariñosa entrega, por una vez que se cae por un precipicio de ausencia de planes y miles de posibilidades abiertas. Apertura a la vida y a los sentidos. No tener por qué justificarse con una borrachera. Troy no iba a llegar a tiempo, porque siempre tarda, él y su vanidad y su espejo y sus ínfulas.
- Se te va a enfriar el café- Como si eso hiciera que baje más rápido.
- Me gusta frío
No importaba tomar el desayuno. Salió al jardín. Tan verde. Eso se quedaría a vivir
en su alma. Un espacio que dejaría de existir en sus mentes dentro de unos meses y quien sabe después. Es hora de que entienda que no necesito alcohol para ser incoherente, gritar y herir de muerte.
¿Y después? Ir en busca de lo que ella quería. No era más que despegarse de su cuerpo y atraparse desde otro cuerpo igual. Poseerse, saborearse, recorrerse infinitamente siguiendo las palpitaciones de su ánimo. Comprobar a qué saben sus besos. Atraparse y levitar junto a ella misma. Que no haya necesidad de decoro, ni de palabras. Sólo leer su propia mente y ejecutar deseos. Era amarse a sí misma. Y creía conocer a alguien así, tan acorde a ella. Y estaba lejos. Un hombre con voz de sábado a la tarde junto al balcón. Se lo había confesado a su amiga Gabi, entre martinis y llanto culposo. Ya no se sentía ella. Volvé. Tenía que volver a ese espacio suyo, tan íntimo, tan libre, tan lleno de palabras escritas con fiebre y desprovisto de todo horario. El tiempo no existe. Sólo lugares. Discontinuos, como el amor. Pero hay una niebla de amnesia sobre… la fría duda le surcó el alma. ¿Y si era verdad que el olvido es primo hermano de la distancia? Pero la distancia disuelve el tiempo, lo torna inocente, volátil, maleable.
Quizás, por culpa de esa vana fantasía decidió que vivir con Troy resultaba quimérico. Un capricho de tiempos pasados, distorsionados por canciones que quedan grabadas en el alma y hacen explotar lágrimas en los ojos.
Y así comenzó el insomnio, la eternidad de los abrazos, la añoranza por una casa que dejaría de existir en cuanto la última caja encintada se fuera, mezclada con la añoranza de un departamento diáfano donde ella podía resurgir, reinventarse, no dar explicaciones y no estar obligada a amar continuamente. Era inevitablemente esperado; partir hacia ese lugar que no sabía si había existido todo aquel tiempo.
Lo vio sentado, conforme y ausente frente a su taza.
- Tengo miedo.- Él la miró y la acarició como si fuera un perrito- Va a ser difícil
estar lejos, y la costumbre. No me quiero despedir.
Se quebró. Se descubrió mirándolo a los ojos. Una voz aprisionada en la garganta aullaba que no se quería ir, que podríamos intentarlo unos meses más. Y hasta ese momento estaba segura de que él necesitaría más consuelo. Insensible, seguro que ya estaba conforme con la ausencia, me va a extrañar en la cama, pero ¿Por qué seguía dándole pena? Por que esos labios eran como estar en casa. En casa. ¿En qué casa? ¿En la de quién? Y cuando las tazas estuvieron limpias, eso ya no era más una casa. Las presencias conforman. Sorda a su garganta y fiel a sus ansias que escaparon salvajemente por fin. Vacía, sin alma. Sus ojos recorrieron cada rincón inanimado y salió dándoles la espalda.
De frente a un futuro incierto a reunirse con lo único que no habría de olvidarla, un departamento lejano y vacío.(2007)

jueves, 24 de julio de 2008

Signos

- ¿La viste hoy? – Intercepté a mi amiga y confidente, que se
apresuraba a parecer ocupada. La situación la ponía tensa, pero yo sabía que por mí haría cualquier cosa, hasta la traición.
- Sí, tenía un vestido rosa. – Me miró, esperando una respuesta, pero
entorné los ojos para imaginarme el tono de rosa. Al ver que no le daría el placer de un comentario reprobatorio, continuó. – Con un moño.
Sólo volví a la realidad de la sala cerrando y abriendo los ojos.
- Qué raro.
Fui hasta la ventana, de paso me aseguré de que nadie estuviera
acercándose por el pasillo, y volví a preguntar a riesgo de que quedara al descubierto mi desmesurada curiosidad.
- ¿Y cómo estaba?
- No sé. Bien.
- Bien, ¿cómo?
- Qué sé yo. Hacía chistes, se reía.
- ¿Chistes? ¿Contaba chistes?
- No, decía cosas graciosas, no sé. Es el modo en que las decía.
- Sí, es graciosa. Ella dice que tiene el don de la comedia.
- Me habías comentado…
- ¿Y…? – Era obvio que quería saber si ella pensaba en mí, pero no
había manera de saberlo. No había manera de que nadie supiera.
- ¿Qué más querés saber?
- No sé… todo…- Y recordé palabras sabias que se colaron
Fortuitamente en mi conciencia por un segundo iluminado. - ¿Cómo tenía los ojos?
Mi amiga dejó sus libros y fotocopias y se sentó.
- Delineados, creo.- Y reflexionó por unos instantes. – Es muy buena
tu pregunta porque sus ojos se veían tristes a pesar de las risas. Y parecía que había llorado.
No pude contestar. Ahora sí que estaba confundido. ¿Qué son estos
signos? Un día somos almas gemelas, y al siguiente no hay manera de sondear sus cavilaciones. Y además de volverse lejana, distante, ¿llora?
- Pero obviamente me pudo haber parecido a mí. Voy a fumar un
pucho.
- Te acompaño.
Me acodé sobre la baranda del balcón y le transmití toda mi frustración
al cigarrillo con un beso largo y apretado. Ese era un momento ideal para contactarla. Pero mi orgullo me lo impedía.
-¿Por qué te aferrás tanto a su recuerdo? Ya tenés con qué entretenerte, ¿no es así?
- No es cuestión de aferrarse. Es algo que no sé explicar de otro modo. Me sirve, es arte, me hace bien. Pero su silencio de esfinge congelada me deja sin recursos.
- Tal vez la respuesta a su acertijo es que no podés permitirte que te haga bien ahora.
- ¿Qué significa eso?
- Lo del ovillo de lana.- Mi amiga besó y sin miramientos arrojó la colilla del cigarrillo por el balcón. La miré de lleno, tratando de leer cada palabra que sus ojos oscuros me describían.
- No sé qué es eso.
- Que la vida se superpone y enlaza con sí misma todo el tiempo, como la lana en un ovillo.
- Ella tiene una teoría así…
- Me lo dijo ella.
Habían estado hablando.
- Me tengo que ir.
Ya no sabía en quién confiar.
Los vacíos de mi vida, ese tiempo muerto entre tarea y tarea, lo que
lleva llegar de un lugar a otro en colectivo, las charlas intrascendentes con gente de cualquier forma y origen, la pena que siento por no poder compartirlo con ella.
Son las terribles ganas que me atacan entre las 5 y las 8, de quedarme solo y poder escribir todo lo que siento, gestar 1 ó 2 fábulas y volver al vacío de la vida conformista. Hacer lo que me ordenan. Pero sus ojos no lo verán. Una certeza gélida me cruza la mente y es aterrador. Tranquilidad, calma, ¡qué despreciable!
Ahora, en pos de su voz diáfana, en busca de un contacto tenue y su risa sarcástica, me pierdo en nieblas de cavilaciones tan intrincadas que me llevan a vivir como si fuera un espectador y dejo que las decisiones se tomen por mí.
Me escapo de mi cuerpo, floto hacia lo que me imagino será su vida en estos momentos. Me deshago en preguntas y creo enloquecer cuando los ojos oscuros de mi confidente no están allí para acercarme un poco más a mi quimera idea de adoración. (2008)

lunes, 16 de junio de 2008

Cíclico

- ¿Catalítico? Noooo, Ballesteros. El calendario Azteca no era catalítico; era cíclico…
En mis cortos 15 años creo que jamás me interesó la diferencia entre un vocablo y el otro; y la manera en que medían el tiempo los Aztecas me tenía sin cuidado, a decir verdad.
- Además, - continuó mi profesora de historia, blandiendo mi examen desaprobado- catalítico es… una estufa de tiro balanceado…
Y ahí el tiempo se detuvo. O se juntó con todos los demás momentos de mi vida. La sola mención de la palabra estufa fue suficiente.
Me transporté inmediatamente con el pensamiento a mi habitación de niña- adolescente. En ese reducido espacio le había suspirado a las paredes cubiertas de pósters los nombres de miles de romeos. El piso de madera conocía el sabor de mis lágrimas, y los marcos de la puerta me vieron salir vestida para enfrentar la oscuridad de una noche corta y sin alcohol en tantas ocasiones.
El sonido y ambiente de una época en lo que todo está por definirse trascendía y perduraba entre aquellas cuatro paredes que conformaban mi habitación. Un color de pelo osado. Música foránea y secreta. Lágrimas furtivas. Primeras palabras en papel. Y el vértigo – no deseado- de que nada haya ocurrido aún. Un corazón dispuesto a ser marcado. Todo este desfile de adornos rodeaba al epicentro de aquel universo, mi estufa.
Ella estaba al lado del escritorio. Era la primera que leía mis escritos. En invierno confiaba en ella para que me apoyara moralmente; para que me diera coraje y poder seguir con mi entonces simple y despreocupada vida. En verano, era un fiel estante. Siempre dispuesta a sostener lo que no entrara en otro lugar.
Y el hecho de que fuera de tiro balanceado me llevó a alimentar a las más descabelladas fantasías y también a creerlas desde la más tierna edad. Muy dentro de mí, una voluntad irrefrenable de descubrir una veta mágica en mi estufa me impulsaba a volar con la imaginación.
Como aquella vez en la cual, explorando mi estufa y habiendo descubierto que tenía una comunicación al exterior, supuse que sería muy tonto de mi parte no probar semejante aparato de fonación. Pasé tardes enteras vociferándole a mi estufa. Pero evaluar el resultado de tan ambiciosa empresa se tornaba imposible si no había quién diera fe de su correcto funcionamiento.
Convoqué a una de mis amiguitas del edificio, que gozaba de un ejemplar de estufa similar al mío, y le expliqué los detalles del funcionamiento del aparato, de acuerdo con lo que yo creía en aquel entonces. Las instrucciones eran simples: si había algo que ella quisiera decirme, no tenía más que decirlo en voz alta cerca de la estufa, y yo, con la oreja apoyada en mi aparato, la escucharía.
Tras varios intentos, tuve que admitir que mi teoría había fracasado tristemente.
Sin embargo, luego de varios años, a los 15, el sonido de la palabra estufa me traía significados nuevos.
El portero de la escuela, Horacio, era el encargado de encender las viejas estufas en cada aula. Como se avecinaban los meses más fríos, ya era habitual encontrarse con Horacio en el aula en la primera hora, forcejeando con los aparatos.
Por eso fue extraño no verlo en la primera hora el jueves. Ni en la segunda. De la tercera no nos percatamos. Pero en un momento entre la quinta y la sexta hora una de mis compañeras dijo:
- ¿Por qué no vino Horacio a prender la estufa? ¿No tienen frío
ustedes?
Todas nos miramos y estuvimos de acuerdo en que era vital y
necesario que Horacio viniera a encender aquel aparato. Pero no vino.
No sólo no vino Horacio, sino que dos hombres que no conocíamos vinieron a desinstalar la vieja estufa.
¡Eso sí que no podíamos permitirlo! Organizamos una sentada en el patio, nos quejamos, nos indignamos, pero sólo obtuvimos silencio como respuesta.
Al día siguiente, sin ánimos de enfrentar una jornada sin estufa, (aunque era viernes, y a los 15 esa es razón suficiente para que reine la felicidad absoluta) nos encaminamos pesadamente al aula.
Nos sorprendió la flamante estufa de tiro balanceado que señoreaba el aula, y nos sentimos tan satisfechas que parecía viernes antes de un fin de semana largo. Pero la sorpresa mayor no fue el haber adquirido una estufa. Lo especial sobre esta estufa se dio a conocer a medida que fue transcurriendo el día.
Primero, mientras nos comunicábamos las unas a las otras las bondades de la nueva estufa, una de mis compañeras dijo:
- ¡Uh! Ahora tenemos química. Ojalá que no venga la profesora.
Era un comentario bastante baqueteado en aquella aula, así que
nadie le dio mayor importancia. Cinco minutos más tarde nos comunicaron que la profesora de química no vendría por haber tenido un contratiempo.
No podría describir con palabras la alegría que nos inundó. Nos dispusimos a pasar la hora libre de la mejor manera posible; escuchando música, jugando a las cartas, recorriendo las instalaciones de la escuela.
Mientras se sucedía un animado juego de cartas entre 4 de mis compañeras y yo, una de las chicas que no estaba jugando le gritó a Luli desde al lado de la estufa.
- ¿Me ayudás con la tarea de matemática después?
- Pará que estoy jugando- contestó Luli, muy concentrada.
Ella era invencible jugando al Jodete y esta era una partida en que no iba a dejarse ganar.
- ¡Dale! ¡Ayudame ahora!
Luli no le contestó; estaba demasiado enfrascada en el juego.
Miré a la chica que se indignaba al lado de la estufa y la oí decir:
“Espero que pierdas.”
Y en ese instante, Luli olvidó decir que le quedaba una sola carta, y
tuvo que levantar 10 cartas del mazo, dándole así la oportunidad de ganar a María Pía, que nunca había ganado.
- Increíble- pensé.
Me quedé mirando la estufa largamente.
El juego se disolvió por una disputa predecible entre Luli y María Pía; y yo, aprovechando esa discordia, me dirigí hacia la estufa.
Me senté al lado del aparato.
Marikena vino con su walkman a sentarse conmigo.
- ¿Qué escuchas?- le pregunté de manera ausente.
- La radio. Están pasando Marilyn Manson. ¿Querés escuchar?
- Bueno- y una melodía funesta pero cautivante nos percudió los
tímpanos por un rato. Marikena era una gran admiradora de esa banda.
- Me encantan, los amo. Espero que alguna vez vengan a la
Argentina.- Ni bien Marikena concluyó esa frase desiderativa, el locutor anunció: “Se ha confirmado la visita de Marilyn Manson a la Argentina. Se presentará el próximo octubre en el estadio…”
Marikena saltó de alegría y corrió – con walkman incorporado- a propagar la noticia entre quienes la encontrarían de interés.
Yo me quedé boquiabierta al lado de la estufa.
Secretamente, supe que yo era la única persona dentro de esa aula
que sabía del poder de la estufa. Entonces, me acerqué cautelosamente y le susurré mi deseo.
Hace 15 años de esto, y yo sigo igual. En el mismo lugar, con las mismas compañeras, dentro de una realidad cíclica, sin años de más ni tiempos pasados.
Ya deben saber cuál fue mi deseo. (2007)

lunes, 9 de junio de 2008

Florián

Hay veces en que la vida se nos muestra predecible y las partidas parecen fáciles de ganar. Burlas del destino. Cada vez son más.



- Es divino.- dijo Bárbara. Y todos ya saben lo que significa que Bárbara diga que alguien es divino. No importa lo que pase, Bárbara lo va a conseguir al final. Juliana y Lola, hartas ya, se sentaron más cómodas para ver en qué iba a consistir la nueva y predecible conquista de Bárbara.
Todos la estaban pasando bien en la casa de Florián. “A este lo quiere todo el mundo.”, pensó Bárbara en su escéptica mentalidad. Claro que era raro Florián. A pesar de tenerlo todo, chocaba. Bárbara lo observaba deseosa, aunque no siempre había sido así. Ella, la diosa de la seducción violenta, jamás se habría fijado en alguien como él. Es increíble lo endeble que dejan al juicio crítico unos cuantos rechazos. Ni siquiera estaba allí la sospecha de que algo turbio se esconda en el pasado de aquél hombre. Y entonces, se sentía atraída a él ahora. Estudiante, oficinista, hijo único de padres eternamente orgullosos, extremadamente flaco, pálido, prolijamente peinado hacia el costado con rigurosa gomina y tan sonriente como un niño cantor de Viena.
“¿Hasta dónde se va a poner el cinturón?” Bárbara batallaba en su mente en contra de la idea de que Florián la atraía. Pero su actitud de hombre crecido, su vestimenta de cuñado cuarentón y sus charlas de alto nivel a causa de una vida intelectual intensa la llenaban cada vez más de intrigas para con este correctísimo caballerito.
- ¡Feliz cumpleaños, Florián!- Sonó desde el fondo del pasillo suntuosamente decorado, hacia donde se dirigía Florián, con ademanes de persona mayor y sonrisa eterna. Lo veía dialogar sobre libros, hacer observaciones recatadamente graciosas. Veía sus ojos brillando sobre su piel pálida y se revolucionaba su interior. Tomó otra cerveza y no pudo creer la perfección que encerraba Florián en tanto refinamiento. Una oleada de perfume varonil y estupefaciente la hizo volver a la tierra y vio a Florián tomándose del hombro de su amigo Víctor para no perder el equilibrio de la risa. “Una pose re de viejo.” Mandó a callar a su juicio, y entendió menos porqué le encantó.
En eso, Florián se acercó al sector de las chicas. Bárbara se acomodó un mechón lacio que según ella estaba fuera de su lugar.
- ¿La estás pasando bien, Florián? – preguntó Juliana.
- Sí, gracias. – Mirando a todas, llenando de atención a Bárbara.
- El tema es que, - se apresuró a explicar- hay que estar un poco con cada grupo
de gente. Ya saben como es esto. Los de la facultad, los del trabajo, ustedes… Si no, uno termina siendo un mal anfitrión, ¿no?
Y Bárbara buscaba desesperadamente en su cabeza un argumento valedero que sostuviera porqué le estaba gustando Florián en ese momento. “¡Pero si hasta habla de cosas aburridísimas!”
- ¿Y, Barbarita? ¿Qué contás de nuevo? – Sin poderse explicar cómo ni porqué, Florián estaba sentado a su lado, en el sofá, y el resto de las chicas había desaparecido de la escena. ¿Demasiada cerveza tal vez?
- Bien, che, ninguna novedad. – El resto de los invitados divagaban lejos de ella. Algunos en la cocina, probablemente. Bárbara pensó en desplegar todo su arsenal allí mismo. Pero esos ojos dulces, esa piel pálida, esos labios inocentes y esa expresión aniñada la frenaron. No podía ser fría y cruel con él. No podía seducirlo por las malas.
- ¿Estás segura? Porque a mí sí me parece que tenés novedades.
- No, la verdad es que no hay mucho… a ver…dejé el conservatorio definitivamente, ahora me dedico al maquillaje artístico, para obras de teatro, y …
Florián escuchaba atenta y educadamente cada palabra que Bárbara le decía. Ella se estaba muriendo por dentro. No había un gramo de lujuria en esos ojos brillantes, en esas manos flacuchas, en ese pelo engominado, en esa navaja que le enfrió un músculo a Bárbara y la hizo callar de golpe.
- ¿Qué es eso?
- Nada, seguí hablando.
- Ya está. No sé qué decir
- ¡Dale!
- Voy a gritar.
- Entonces te mato y se acaba la fiesta.
- Y vos vas preso.
- ¿Quién va a creer que yo hice algo? ¿Eh? Dale, vamos, nena, andá a mi cuarto y
esperame en la cama.- El frío se apoderó de Bárbara. Esas palabras se oían como si Florián estuviera sólo moviendo la boca, no había manera de que hayan sido elaboradas por su psiquis. ¿O sí? Era bizarro, como una película mal doblada.
La sonrisa amable había huido de los labios de Florián. Ahora era nada más un rubiecito, flacucho, con tendencias psicópatas.
- Arriba
- ¿Qué?
- Ahora. Vamos rápido.
Nadie se sintió obligado a explicar la ausencia de Bárbara. Las chicas la atribuyeron
a su éxito con los hombres. La tildaron de atropellada y demente, pero al final reconocieron que jugaba siempre bien sus cartas. La ausencia de Florián no se notó, ya que sus amigos estaban acostumbrados a que se ausentara por largos ratos en el día de su cumpleaños, atendiendo llamados del exterior, tíos en Estados Unidos. Que Florián atendía asuntos que los demás no podían presenciar era sabido entre sus invitados. Nadie preguntaría nada cuando lo vieran bajar sonriente, bien peinado y solo por las escaleras. De sus cosas se ocupaba mejor desde las habitaciones. (2002)

sábado, 7 de junio de 2008

SIn LLegar a las 4

Un doble homenaje a un músico y a un poeta que me dejó en vilo. Dualidad. Todos nos encontramos en las dos situaciones alguna vez.

A veces me pregunto si seguimos siendo las mismas personas o cambiamos, por dentro. Tal vez se producen cambios pero sólo aquellos que más nos conocen los notan. Y cuando nos hacen algún comentario sobre ese tema, no lo toleramos, y resulta que los lastimamos como nunca lo quisimos y como jamás lo merecieron.
Esto lo sé, y lo sufrí, porque yo lo noté un día antes de aquellas 4 palabras fatales que me dijo James y destrozaron la base de todo plan.
Yo lo presentí; James había estado muy tenso conmigo la noche anterior, y además hacía días que no me mostraba lo que escribía. Eso sólo significaba sólo una cosa: que yo ya no era su musa. – O tal vez ahora está escribiendo sobre otros temas que a vos no te interesan, Sara.- me dijo June, mi mejor amiga, que también conocía muy bien a James.
Pero ¿qué tema a él concerniente podía no interesarme? Todo lo compartía conmigo, todo lo desglosábamos en diálogos eternos a la luz de un cigarro, desnudos y sin prisa.
Sus rulos alborotados me hacían estremecer, escalofríos recorrían todo mi cuerpo cuando sus ojos oscuros se escapaban de los míos. Y no podía siquiera considerar un lugar para que se encalle aquél hombre más que en mi cuerpo.
Las lunas se nos hicieron órbitas, y nuestras ansias prematuras se convirtieron en fingido asombro para desembocar en aburrido desconcierto ahogando un bostezo. Sus manos no me buscaban tanto más que yo las esperaba. Su boca no quemaba mis besos fríos.
Pero mis simulaciones no eran tan deplorables y las 4 palabras temidas iban a llegar indefectiblemente.
Ese día antes de las 4 me dediqué a observarlo y a analizar cada uno de sus cuidadosos ademanes de artista etéreo. Lo noté huidizo, inseguro. Pero James siempre había tenido todo muy claro. ¿No era esto un poco contradictorio? Y, sí. Pero cuando uno se detiene a ver pasar el tren, se da cuenta de que hay pasajeros dentro.
Hasta lo noté más flaco en esa tarde de otoño fúnebre. A la noche, no lo vi cálido y cumplidor. Estaba disperso. ¿Cómo siempre o como nunca? No sé. Distinto a siempre igual. A veces sonriente, a veces taciturno.
Yo seguía sorprendida porque aunque él seguía siendo James, mi James, mi poeta personal y loco, estaba diferente. O lo veía diferente, porque ahora yo sabía cuáles serian las 4 palabras.
Y cada vez que se hacía un silencio entre James y yo, yo abría bien grande el pecho para que dispare las 4, ya que yo había preparado 4 espacios para que allí habitaran.
Pero no llegaron hasta el momento en que yo intuí que James estaba más cambiado y más lejano que nunca.
Lo vi tan poco apasionado en los versos que antes lo colmaban, lo noté tan lleno de ilusiones vacías para con la vida, en un monólogo simple pero confuso. Directo pero disperso. Un verdadero camino sinuoso a la cumbre del tedio informativo sobre la vida de alguien que creía conocer, que culminó en el disparo de las 4, sin que yo allí lo anticipara. “No te quiero más.”
Sin explicaciones previas, a pesar del sinsentido prólogo con excedentes de sueños vacuos.
Pero ahora a mí me toca ser la desconocida, la desnaturalizada. Tengo que explicarle a Douglas que ya no puedo…que él ya no es…, en fin, que nosotros, digo, yo; ya no creo que …
Sentir es algo tan puro que debe ser cuidado, peor hay algo aquí que ya no… Bueno, de todos modos, ya debes saber que…
Me encantaría saber cómo decirte, Douglas, lo que ya no siento por vos. Pero no quiero lastimarte. No quiero llegar a las 4. Tal vez habría necesitado darte un preludio sin sentido, una cerveza y un ambiente amigable y conocido para que te enfrentes a esta desconocida y todo fluyese de manera normal y tranquila.
¡Mierda, James! Antes de irte, al menos me hubieras enseñado a no querer sin ser el de antes, el que yo quise. Ojalá hubiera podido aprender de vos a despegarme de lo que los demás creen conocer de mí, ser diferente de pronto y decirles lo que no quieren escuchar de la manera más dulce, para que no duela. Para que Douglas ya no llore. (2001)

domingo, 1 de junio de 2008

Intruso

Él se olvidó el paraguas. ¿Y eso qué tiene que ver? Un paraguas no significa nada.
Cuando estaba por darle rienda suelta a los relatos que esperan salir a borbotones ese sábado aletargado, lo vi. Un paraguas. ¿Por qué habría de ser tan importante? Rojo, retacón e impertinente. No pude sostenerle la mirada y traté de ignorarlo.
Me volví a sumergir en el papel sin dejar de recorrer con los ojos que se guardan en la mente para cuando no se quiere, pero en realidad uno no puede evitar imaginarse lo que hay detrás de esa puerta, de aquella barrera que borronea la acústica. Y los bordes plateados se dibujan en mi mente. Plateado y rojo, qué horror, qué mal gusto ¿a quién se le ocurre? – Además, el mango era de plástico, que no tendría nada de malo, pero el paraguas estaba ahí colgado, con todos los pliegues abiertos amen de estar envuelto en la reglamentaria cinta con abrojo de cualquier paraguas. Es una verdad universalmente aclamada que la dignidad de un paraguas yace en que el paraguas esté cuidadosamente enrollado sobre sí mismo sin dejar “sobras” al exterior. ¿Qué son esos bordes sobresaliendo socarronamente? ¿Es un paraguas o un ramo de flores? ¡Qué mal gusto regalar flores! No reflejan la personalidad de quién las da o de quién las recibe para el caso. Si yo recibiera flores de un pretendiente lo consideraría ofensivo. Porque no me gustan. Y listo.
Cerré el cuaderno que, evidentemente, iba a quedar vacío, y fui a la cocina a hacerme un té. Eso siempre me hacía bien. Puse la pava y me crucé de brazos a esperar que hirviera el agua. Me concentré en un azulejo. Uno en particular, que tenía amarillo, naranja y marrón. Hermosos colores confluyendo en una forma, que era linda hasta que me di cuenta de que era una flor. ¿Por qué no podían ser círculos o líneas? Flores; estaban en todos lados. Y sin más que eso, me encontré nuevamente pensando en el condenado paraguas.
Hirvió el agua.
Volví al comedor con mi té, y armada de un orgullo sin precedentes para enfrentarme a ese ultra defenestrante paraguas.
Se lo había olvidado ahí, seguramente con un propósito. Éste, justamente, el de distraerme de mi escritura sabática y dejarme bufándole preguntas a un objeto inanimado.
Repetí para mis adentros “Un paraguas no significa nada”. Y me nublé remontándome a los orígenes de esa cosa que me observaba. Sí, me observaba porque tenía ojos. Todos los objetos tienen ojos; sólo que hay que buscárselos. Ahí, entre los pliegues petaliformes andaban los ojos examinadores del paraguas. Registraría todos mis movimientos, la ropa que tenía puesta, lo que comía y quién llamaba, para después ir a contárselo a su dueña- porque de él no era- y se deleitarían juntos de conocer aquellos secretos revelados.
A menos que…
Yo podía burlarlo. Yo podía hacerle creer a ese paraguas que en realidad yo era su dueña, y no otra. Entonces el paraguas sería benevolente, en caso de que lo arrebataran de mi lado.
Lo miré con cariño fingido. Me duró poco- ¿Cómo se podía ser cariñoso con algo tan horrendo? – Traté de tocarlo. No me animé.
Estiré la mano tímidamente, y cuando el paraguas me vio, la retiré asustada y disimulé enterrando la vista en el cuaderno blanco, liso.
¡Es que me negaba a acatar el perfil que podía llegar a tener la dueña de aquella criatura! Sentí el asco de ser catalogada de corriente o típica.
Junté coraje. Ese paraguas, siendo mío, ya no constituiría una amenaza a mi integridad moral. Sería mi aliado y se transformaría en un triunfo, medalla y herida de guerra. Orgullo para mi ego, ¿Y los comentarios de aquellos que me vieran portándolo en alto bajo la lluvia? Un desliz, con el tiempo lo sabrían aceptar. Miré al paraguas, y sacando el cuaderno del medio, armé el ambiente propicio para que el paraguas pasara a ser mío. Noté una mirada sospechosa en el paraguas. Recordé cuánto sufriría si alguna vez descubriera que aquél paraguas usaba mis secretos en mi contra. Alargué el brazo y casi imperceptiblemente acaricié uno de esos pétalos rojo- plateados tan chillones, ¡qué horror!
Levemente, con la yema del dedo anular derecho recorrí ese borde plateado. Parecía no sentirlo. Repetí la operación. Creí sentir que el paraguas comprendía. Quise acariciarlo con algo más que la yema de un dedo. Incliné el cuerpo hacia él y vi mi mano flotando en el vacío. El paraguas ya no estaba ahí. Mis miedos e ilusiones de ostentación se habían evaporado ante mis ojos. Me quedé sola.
¿Por dónde andará ahora, revelando sus oscuros planes? En el suelo, debajo de donde había pendido el paraguas, encontré pétalos de rosa.

jueves, 22 de mayo de 2008

Todo, todo al compás del tango

Hay momentos de la vida que tardan en llegar. Un merecido evento que se hizo esperar.
Yo toda esta historieta me la acuerdo medio borrosa. Era verano, y todavía no me había dejado el pelo largo. Así que era chico como para entender ciertas miradas, palpitaciones, intrigas y demás parafernalia del mundo de los adultos.
Éramos un montón en la casa de una familia amiga de mi padre. Era verano. El aire estaba denso y la comida no dejaba de ir y venir. Risas, malentendidos, otra vez las miradas y mucho, mucho arte. De cualquier clase.
Yo era un pibe, nada más, estaba ahí porque lo quiso el destino. Y nada se turbaba, y todo fluía aunque yo era un extraño. Yo y ella. Ella también era una extraña.
Penetró en la vida de toda esa gente, aparentemente hacía mucho tiempo, pero de manera tan anónima y misteriosa, que levantaba miradas (muchas de ellas) y locas inquisiciones de parte de todos. Pero ella no lo notaba. Ella sólo sonreía y deleitaba a todos con su perfil de estatua griega.
De a poco empecé a entender de quién se trataba. Ella venía con uno de todos esos primos, allí reunidos, unidos por el arte y más lejanamente por lazos de sangre. Más que ningún otro arte, la música los unía a todos. A las tías en coro, que decían lo mismo, pero pensaban distinto. A la única prima, inocente y juguetona, aunque mayor a todos, que bailaba sobre el teclado. Al abuelo homenajeado. A los primos, todos diferentes, pero similares en el fuego que destellaban sus ojos, algunos más intensamente que otros, excepto por el que sacaba fotos, que era una verdadera molestia. Y ella, que sólo exudaba brillo. Venía con uno de ellos, de los primos, si mal no recuerdo, con el más grave y sereno. Pero eso ahora no nos interesa. No haría a mi relato más interesante.
Ella no le pertenecía a nadie aunque había venido con uno de ellos. A pesar de la época, y de las convenciones sociales, yo supe que ella no era la novia de nadie. Sus ojos se posaban en lo que a ella le parecía emanaba más magnetismo a su alrededor, y todo era para su disfrute.
De pronto, siendo mi padre un bandoneonísta respetado, fue convocado al centro de la sala para dedicarnos unas milongas, o tangos. Y todo se animó. Todos los primos resultaron músicos de primera. Recuerdo las manos de la única prima flotando al ritmo de la música que ella parecía no tocar. También el saxo hipnótico del primo más chico. Y había una voz muy añeja, que llenaba el aire de ganas de llorar, que creo era de quien la había traído a ella.
Ella se acomodó en un sofá, jugando con su collar negro, y llenando el aire de brillo; y se perdió en la atmósfera estupefaciente del saxo y la voz acompañante. El piano se mecía bajo las manos inequívocas de la única prima, el bandoneón jugaba a ser soprano, pero yo no me dejaba seducir por las notas libidinosas de lo que ya era un ambiente musical exquisito. Yo me perdía en la sonrisa impasible de ella y la gracia con la que ella alentaba a los músicos. En ese momento supe, a pesar de mi corta edad que ella estaba extasiada con cualquiera que tocara música; que estaba siendo creada otra vez a partir de la manera en que esa gente tocaba un instrumento (a veces uno cada uno; otras, todos el mismo).
Y de pronto tuve acceso a sus temblores, a sus pensamientos. Y creí sentir todo aquello que ella sentía. La rendida adoración por quien ahora yo adivinaba como su acompañante. El respeto por toda esa familia ajena que le dio la bienvenida como ella siempre había deseado, o como al menos ella siempre creyó que se merecía. Adiviné en sus ojos un amor indescifrable, unas ganas locas de despojar a alguien de sus ropas. Vislumbré detrás de su máscara impasible una curiosidad de años saciada al fin, y una alegría inmensa que viajaría en avión en pocos meses. Una pena infinita por darle al mundo la noticia de que no era la novia que todos se imaginaban se colaba por detrás de su sonrisa. Y de repente vi algo que me dejó helado. Yo nunca pensé que esa noche podría terminar así. Al mismo tiempo, me llena de interrogantes el alma el hecho de que yo, siendo capaz de inferir todos sus pensamientos y sensaciones, no haya podido ver esto que voy a relatar a continuación.
Puede que la poca sidra que tomé por compromiso y con el sólo objeto de brindar haya hecho un efecto nefasto en mí, pero creo fehacientemente que algo de esto ocurrió.
En sus ojos de muñeca rusa, dilucidé una chispa de incomodidad, casi imperceptible, cada vez que un flash de cámara de fotos inundaba el ambiente de luz artificial. Un giro involuntario la desencajaba de su imagen etérea, y yo lo sentía. Al principio estaba anestesiado acariciando el contorno de su cuello, de sus piernas, y de sus pestañas, que se abrían y cerraban en torno a él. Ahora sí estaba seguro, el primo que hablaba menos, el más oscuro de carácter, el más grave era el que la había traído. Luego de un rato, y luego de que los flashes se habían sucedido de manera sobradamente abusiva, me di cuenta de qué pasaba, o mejor dicho, de qué pasaría.
Sus manos, blancas, adormecidas, se despertaron de un sobresalto ante un flash y buscaron algo en su bolso.
Todos cantaban, se dejaban llevar por la música, nadie estaba lo necesariamente conciente como para ver de dónde o hacia dónde. Se oyó el disparo entre el tumulto de voces e instrumentos.
El único primo que no era músico cayó inerte. Y todo se nubló. La vida se tornó un sinfín de acusaciones y de preguntas eternas sin respuesta. Una familia se vio en vilo por una extraña. Una extraña que había decidido que la música siguiera. Una extraña que sólo quería deleitar sus sentidos, sin que nadie o nada obstaculizaran su deseo. Y lo deleitable se hizo caos. Todo, todo al compás del tango. (2007)

miércoles, 21 de mayo de 2008

Durante

Un intento de abrazar todos los momentos valiosos de mi vida en un glimpse. Nada de lo que se haya vivido habría de ser descartado.


Durante un día, cada mes, la ciudad se vuelve transparente con respecto a la dimensión del tiempo. Es decir, al final de cada mes, en un día entre el 25 y el 28, las barreras del tiempo en la ciudad se borran y el tiempo es único. Todo constituye un gran presente.
Cada ciudadano, en ese día señalado, puede verse sólo a sí mismo repetido tantas veces como haya permanecido o transitado por los diferentes lugares de la ciudad, en ocasiones acompañado por la persona más próxima a su corazón.
Cuando llega ese día, yo me entero fácilmente porque, por lo general, sea en el mes que sea, la noche anterior es cálida y la paso enredando tinta en papel hasta altas horas de la madrugada. Si esas condiciones están dadas, sé que al otro día el tiempo carecerá de barreras. Todo lo que pasó y pasará se mezcla en la ciudad para que yo lo vea. O me vea. Entonces, en estos días especiales que llegan al fin de cada mes, me interno en la ciudad para encontrarme en alguna nueva situación que no haya contemplado.
Como aquella vez en que, aprovechando la carencia de barreras, fui a buscarme con él. Me vi joven, llena de esperanza, con un escrito, ilusionada y luminosa.
Me encontré de su mano, altiva, plena, rozagante.
Vi que estaba sola, llorando, destrozada en pena. Supe que no funcionaría de inmediato. Me llené de odio, odié las barreras y sus ausencias. Vociferé al destino que él no podía actuar a su complacencia con mi vida. Nadie escuchó.
Inevitablemente, al mes siguiente el drama se repetiría, y ya no me quedaba corazón para soportar verme sola, sin él, tratando de forjar una existencia en penuria por falta de un afecto imprescindible.
“¡Esta ciudad está maldita!” rugí llena de ira hacia el destino que se empeñaba en hacerme sufrir. Decidí escapar y llegar a otras latitudes, atravesando órbitas de horarios diáfanos y remotos. El tiempo era diferente y estaba segura de que allí estaría a salvo de los preludios a la tragedia, compuestos de noches cálidas y enredos de tintas en mis vírgenes hojas de papel. Me equivoqué tristemente.
Una noche febril me recibió en la nueva tierra antigua, y me dejé ganar por unas ansias de marcar papel eternamente. No me detuve hasta que el sol me sorprendió por la ventana, e iluminó una ciudad a estrenar, al menos para mi presente.
La curiosidad y las ansias de ser anónima me sedujeron y dejé mi ostracismo. Algo en mi interior me decía que no había podido burlar al fenómeno temporal del que venía escapando. Y una pequeña parte de mi interior no se extrañó al no ver una sola persona en las calles. La ciudad estaba desierta. Me empeñé en encontrar a otra persona. Caminé incansablemente hasta que la luz del sol se fue haciendo tenue y hasta que ya no me quedaban calles urbanas qué recorrer. Llegué a un parque en los suburbios, rendida y vencida por un llanto arraigado en la profunda desesperación de que las barreras se ausentaban siempre y en todo lugar y que jamás me libraría de ese encanto maldito.
Estaba desorientada y exhausta, y a través de mis lágrimas divisé a dos personas caminando. Lentamente se acercaron a un banco en el parque y se dejaron caer torpemente. Una oleada de estupor me invadió cuando descubrí que uno de ellos era yo, con una persona con la que evidentemente tenía una relación cómoda y relajada. Serenamente observábamos la muerte del día, sin prisa y evocando momentos dorados. Tiempo atrás. Más rozagantes. Y hasta hablábamos en otro idioma, el del lugar. Y vi un anillo en mi dedo, igual al de él. Y también vi rostros surcados por al paso del tiempo, y cabellos de plata, fruto de la experiencia.
No los volví a ver, simplemente porque no volví por esa zona en los días especiales del mes. No quiero volver a encontrar a mi vejez aunque me carcoma la curiosidad. Porque la verdad es, todavía no he encontrado a aquél hombre con quien me vi, y el tiempo, cuando las barreras regresan, sigue pasando. (2006)

domingo, 18 de mayo de 2008

Espuma

Un intento de insertar explicaciones a una ausencia no deseada. Dedicado, una vez más, a un creador de ojos oscuros. Sin él, no se habrian originado las cavilaciones que me hicieron sangrar todas estas historias.
Hacía un rato largo que venía siguiendo con la mirada a Cristina. Después de varios meses de ausencia, le había concedido el honor de verme esa tarde. Ella me había suplicado a través del teléfono que la viera. Y ya que ella era habitué del Británico donde escribía tarde tras tarde cosas que jamás leeré y de las que - por lo que me insinuó alguna vez- yo era culpable, allí nos dimos cita.
La seguí con la mirada y acaricié cada uno de sus rulos, que se movían como nubes con cada paso que ella daba. Vi cómo se mordía el labio inferior mientras descubría una vez más la loma de su adorado Parque Lezama. También observé sus curvas tan sinuosas y amables mientras se meneaba al caminar al compás de sus collares de colores. No pude dejar de mirar toda su blancura mientras se confundía con el mundo que casi nunca compartimos y que se la va devorando calle tras calle.
La vi, sonriendo complaciente al llegar a su bar de siempre, nadando en su propio sueño de escritora modesta. Y siempre tan blanca y breve.
La penumbra del bar se la tragó y extrañé por un momento el contacto de mis percepciones visuales con lo que su imagen transfigurada tenía para ofrecerme. La oí vagamente pidiendo un capuccino a la italiana sin canela muy caliente para tomárselo enseguida y me quedé vociferándole sordamente a mi mente mil argumentos para asuntos totalmente míos que ella nunca sabrá.
Habíamos quedado en que yo pasaría por el bar, y como soy hombre y me encanta hacerme esperar, decidí aparecer mucho más tarde de lo acordado. Me quedé solo con la anónima compañía de un cigarrillo, y después de andar confusamente por los vericuetos de mi mente, me descubrí pensando en las formas de Cristina y en su manera curvilínea de caminar. No sé si la deseé, pero me levanté de mi sitio y fui a donde sabía que la encontraría. No tardé en verla, anónimamente sentada en una mesa alejada, entregándose al vicio de escribir para no mirar el reloj, revolviendo su capuccino de tanto en tanto. Me entraron deseos de besarla. Era linda.
Y llegué. Lo más lentamente posible, porque me encanta hacerme desear. En ese momento no estaba disfrutando la tardanza, así que me senté frente a ella y la toqué. Todos los ruidos del universo cesaron. Las esferas y sus vibraciones se detuvieron. La miré a los ojos, esos ojos suplicantes y encantadores, y la besé.
Quise seguir besándola pero al abrir los ojos ya no la vi. Un montón de humo rosa y espuma perfumada me rodeaban y ya no tuve qué desear. (2002)

viernes, 16 de mayo de 2008

Inspiración

El origen de mis cuentos. El estado más inocente. Un tributo a mi primera inspiración, creador de mi lado escritora, que, sino hasta después de muchos años, no supo de la existencia de todo lo que originó.


Yo soy una persona muy ocupada. Me encargo de mi casa, de la servidumbre, de mi trabajo y de mi vida social. Vivo para mí y para mis intereses. Mis placeres también ocupan cierto tiempo en mi rutina; el mayor de los cuales es escribir historias fantasiosas. Claro que para que una persona organizada y ocupada como yo, las visitas inoportunas de la Inspiración no son en lo absoluto compatibles con mi idea de rutina.
A veces, esta señorita se aparece cuando busco qué hacer entre las 3 y las 5 de un sábado lluvioso. Y esto es maravilloso porque, por lo general, no tengo nada planeado para ese momento. A veces se presenta cuando me baño, y al salir de la ducha, a medio vestir, me zambullo en un papel blanco y dejo fluir todo lo que surja. Otras veces, se presenta durante una noche de insomnio, durante la cual es sumamente provechosa, pero al otro día pago las consecuencias de la falta de sueño.
Pero, hay otras veces en las que la Inspiración me visita y no hay nadie para recibirla. Yo, por supuesto, debo estar ocupada atendiendo otros asuntos más productivos. Entonces, alguien hace pasar a la Inspiración al vestíbulo para que espere. Porque siempre hay tiempo para todo, entonces, en cuanto termine lo que estoy haciendo, podré atenderla. Y allí espera la Inspiración, sola e incómoda en un vestíbulo frío. Ella que siempre estuvo acostumbrada a entrar como una tromba e instalarse en donde sea que yo me encontrara.
Yo sospecho que a la servidumbre muy bien no le cae esta visita imprevista, por eso nunca le ofrecen una taza de té o alguna otra cosa para que su espera sea menos lánguida, y creo que la culpable de todo eso soy yo; ya que cada vez que su visita me es anunciada, yo contesto muy altaneramente y restándole importancia: “Que espere.”
Y la Inspiración espera pacientemente hasta ser atendida, pero durante el tiempo de espera, su euforia inicial se transforma en una débil sombra de una idea mustia que ya no conmueve a nadie. Entonces, tal vez, mi interés por verla se disipa, y la Inspiración, comprendiendo que no me será útil en esa ocasión, se vuelve a su hogar- supongo que con las aspas que mueven los soles y dan a la naturaleza sus colores- taciturnamente, para retornar quizás en unos días.
Pero una noche en la que yo no volví a casa sino hasta muy entrada la madrugada, una de las muchachas me comentó que aquella señorita impetuosa que siempre se aparecía sin avisar había estado en casa y que se había cansado de esperar. Yo recordé en aquél momento las ganas de escribir para siempre que me habían sorprendido en la fiesta de donde venía en el momento exacto en el que me presentaron a Federico.
La muchacha seguía hablando, pero yo sólo pensaba en mi Federico, quien horas antes había robado varios besos de mi boca de mujer ocupada.
-... Y entonces nos dijo que ya no la esperáramos por aquí, y se fue, señorita, cerrando la puerta y sin despedirse. Yo creo, señorita, no se me vaya a ofender usted, que estaba cansada de que usted no la recibiera nunca. - Y Asunción, la de más confianza, me terminó de explicar lo sucedido aquella noche.
Pensé que aquello se habría debido al pesado carácter de la Inspiración, y como yo estaba tan secretamente encariñada con mi corazón en vilo, no le di mayor importancia. Ya volvería. Y me fui a dormir.
Federico se convirtió en el encanto bajo el cual la vida era más fácil. Cualquier vocablo que él pronunciara se convertía en un vocablo sagrado. Todos mis sentidos tendían a él tan enfermizamente, que poco tardé en querer plasmar en papel toda aquella revolución de la cual él era responsable.
Por más que yo me sentara en el escritorio de la sala, con la lluvia encordando mis ventanas con sus caricias gélidas y nostálgicas, nada salía para mi adorado Federico. Ni una oda a sus cabellos, ni a sus ojos profundos y verdes le hacía justicia. Nada podía yo darle de mi puño y letra.
Yo sabía que todo aquél inconveniente se debía a que hacía tiempo que cierta señorita no se sentaba pacientemente en el vestíbulo. Y yo sin manera de contactarla. Ninguno de mis amigos- en su mayoría contadores y sociólogos- la conocía. Nunca había tenido yo noticias de su paradero.
La última vez que me había visitado, se había ido muy ofendida. Habría que esperar que se le pasara el enojo.
Mientras tanto, le comenté a mi querido Federico cuánto me gustaba escribir y le mostré algunas obras de cuando la señorita Inspiración y yo nos juntábamos cerca de mi escritorio. Eran épocas felices. Coincidiendo con la cualidad narcisista de todos los hombres- porque hay que aclarar que mi Federico era un hombre- mi precioso Federico me pidió una obra dedicada a él, para contarle cómo lo veo, o qué siento al verlo.
Encantada con la idea, en un principio la acepté con alegría, pero luego, recordando mi pelea con la señorita Inspiración, decidí que tendría que explicarle a mi bello Federico cuál era mi triste situación.
Fijé una noche cualquiera, una de las tantas que nos encontraban perdidos en San Telmo tras vasos de cerveza, para contarle sobre mi pobre infortunio.
Tomé unas copas de más para darme coraje, pero creo que se me fue la mano.
Terminé vociferándole entre llanto e hipo todo lo que lo amaba y cuánto sentía no poder escribirle nada. Lo sentía realmente, y el alcohol lo acentuaba.
Adopté una conciencia más clara cuando el calor de una taza de café me trajo nuevamente a la realidad de mi casa y de los ojos verdes pero nublados de mi querido Federico.
- ¿Te sentís mejor?- me preguntó, frío y metódico. Sólo lo miré atontada, dándole esa mirada por única respuesta.
- Te volviste loca ¿Sabés?- me informó obsoletamente.-Me gritaste no se qué sobre una piba que no te visita y que entonces no podés escribirme nada...- Por un momento paró de retarme sólo para taparme mejor y acomodarme la mesita en donde descansaba mi café. Federico era muy bueno conmigo, siempre fue justo. Y ahora estaba enojado. Me sentí como una nena. Quería que todo volviera a estar bien. Siguió con su sermón, sin levantar la voz.
- Mirá, Mabel, si no me querés escribir, no me escribas y listo. Por lo que entiendo, esas cosas vienen del corazón y evidentemente...- Me miró lastimoso. Yo creí que me moría.
- No, Federico, yo... Vos no sabés lo que siento y cómo lo siento por vos. No podés juzgar.- Balbuceé con la boca todavía un poco dormida por los efectos del alcohol.
-No te esfuerces, está bien, Mabel. Tal vez yo no sea víctima de tu inspiración.
¡Mi Inspiración! Lloré largamente en los brazos de mi perfecto Federico y humedecí su camisa con mis lágrimas de impotencia. Impotencia artística.
-Es que es verdad.- le confesé. -Si no viene la Inspiración, nunca te voy a poder escribir.- Y para reforzar lo dicho, puse el desubicado broche de todos los amantes que siempre suena tan mal. -Te amo.
Él me abrazó, como con pena y me susurró.
-En eso, Mabel, nunca vamos a estar de acuerdo.
Recuerdo aquél último abrazo, cómo me dolió y cómo dejaría que me volviera a doler para tener a mi Federico de vuelta.
Nunca más lo volví a ver. Gran parte de la culpa de que mi adorado Federico ya no me llame antes de dormir y de que no me lleve al Parque después del trabajo es mía. Pero una pequeña parte de la culpa es de esa orgullosa señorita, tan inoportuna como injusta, que jamás se dignó a volver a aparecer y me dejó sola y gris.
Si la ven alguna vez, o si llegan a saber de ella, por favor, díganle que la estoy buscando y que la necesito demasiado. (2002)

Tratado de las Esquinas

Ritual de lo habitual. Duelos que enfrentar cuando uno se embarca en la dura tarea de conocer gente.



Si es que puedo decirlo, hay pocas cosas más difíciles de afrontar que estar parado en una esquina esperando a alguien. Y no hablo del viejo amigo al que ya se le adivinan los caprichos, de hecho, ese no sería el caso, ya que con un viejo amigo se sospecha por el tenor del encuentro cuál será el ritual a seguir una vez que llegue.
A lo que yo me estoy refiriendo es a esas ocasiones en las cuales el eventual interlocutor- no creo haber elegido la palabra correcta- es una persona que apenas ha comenzado a asomarse en nuestro lúgubre y sin sentido universo personal, es decir, es de esas personas con la cuales los preludios son paso obligado ya sea por decoro o vergüenza.
Y uno llega a la esquina señalada, a una hora más o menos señalada y se percata de que se encuentra solo. Esta es la primera desgracia que nos depara una esquina: llegar primero. Cuidado, puede ser señal de primera batalla perdida. Los fuertes de corazón pueden afrontar esta situación dejando que los nervios no ganen ni tampoco llevando el apunte a esa manía de que “todo el mundo se da cuenta de que me plantaron”. La verdad es que la gente pasa por las esquinas sin fijarse en lo que hay ahí parado. Si no me cree, compruébelo usted mismo, pase por varias esquinas, y verá que lo que sea que haya allí no le llamará la atención. Sin embargo, no hay fuerza que nos saque de la cabeza ese comportamiento paranoico que consiste en mirar para todos lados, escudriñar tontamente el celular, o buscar algo inexistente en su bolso. Y si usted llega a tener la desgracia de no fumar, la espera es más que pretenciosa.
Una gran disyuntiva se presenta en este punto: “si no llega en 5, me voy.” Es inevitable llegar a esta conclusión, ya que una esquina es el punto en donde convergen dos mundos, y a veces, donde terminan algunos. En las esquinas también comienzan mundos incongruentes los unos con los otros, que no tienen continuación aunque las calles sigan llamándose igual. Me pregunto porqué las citas no son a mitad de cuadra. Pero mientras los interrogantes crecen- ¿Me habrá olvidado para siempre? O ¿Hasta qué hora se puede esperar sin perder la dignidad?- la persona se apersona, y estas divagaciones se olvidan ya que no forman más parte de la realidad.
De ser más vanidosa, supongo que jamás habría tenido este problema, pero me he encontrado, para mi sorpresa, esperando aterrada en una esquina, con la boca seca, el estómago hecho un revuelo, y las manos húmedas. Y eso siempre coincide con las veces en las que no me siento adorada rendidamente por la persona que debo encontrarme en la esquina señalada. Los síntomas previos a que esta persona aparezca se acentúan hasta lo irrisorio, y nuestra advertencia de lo tontas que somos, aumenta.
De una esquina en la ciudad de Buenos Aires, se pasa, la mayoría de las veces, en horas de la tarde, a un café. Y tomar un café es un ritual que revela más signos de los que se descubren en aquellas charlas interminables que son difíciles de descifrar.
Se pide una carta primero. Llegar al café con una idea fija es siempre de persona fría, calculadora, que vive apurada. No sirve.
Se estudia minuciosamente la carta, perdiendo el interés en cualquier cosa que esté contando nuestro acompañante y cuado la decisión esté tomada, se cierra la carta con aire triunfal y se vuelve a poner atención en el sujeto en cuestión. Llega la infusión, se guarda un silencio sepulcral mientas el mozo va acomodando todos los objetos que acompañan a una infusión (azúcar, taza, tetera, leche, agua) sobre la mesa y se recobra el habla una vez que el mozo se haya retirado. Se procede entonces a hacer intervenir a todas los elementos que están sobre la mesa en la infusión. Uno de los pasos más significativos es agregarle azúcar a lo que sea que uno está tomando. Aliados de esta investigación son los sobrecitos, decodificadores de signos. Si es que hay azucarera, bueno, será cuestión de ir a otro café si se está al acecho de estos signos.
A mí, en lo personal me encanta hacer sonar mi autoridad por medio de golpes firmes a los sobrecitos, haciéndolos míos, con seguridad, y luego rasgarlos, ausentemente, como si nada tuviera uno que ver con aquella violación. Pero hay veces que ni siquiera estas muestras de personalidad fuerte nos libran de ser atrapadas por un ego superior que nos avasalla y limita. Es más, esa persona nos tuvo a su merced por casi 15 ó 16 minutos, en esos puntos que son tierra de nadie, en una esquina, y nosotros nos encontramos bajo llave, sin manera de salir de aquél juego.
Cuando todos estos artilugios de la ritualística de la cita se ven burlados por una persona que los pasa por alto, estamos en condiciones de afirmar que usted ha encontrado una persona digna de todo su encanto. Adelante, es una historia completamente inédita e inextricable. Además, no hay nada menos atractivo que un hombre fácilmente impresionable. Y recuerde, todo comenzó con una esquina. Así que la próxima vez que lo citen en una esquina, piénselo bien; el universo entero podría estar por cambiar. (2007)

miércoles, 14 de mayo de 2008

Nahir

El amor se enseña. Sin ya un amor de quien aprender, dedico cada minuto de mi vida a transmitir esas pasiones que me hicieron tan feliz. Una oda a quien me enseñó qué es el amor.


A Nahir la perdí de la manera más tonta; con mis propias manos. La veía siempre decorando su local, frente al mío. Desplegando todo su arte estético, brillando alrededor de su figura enfundada en colores, que me fascinaban. Yo, siempre entre agujas y tintas a través de mi persiana, la observaba fumar, seleccionar la ropa por colores, sonreír muy esporádicamente y desacomodarse el flequillo cuando se ponía nerviosa.
Hace ya mucho, un día nublado de invierno, después de que hubiéramos puesto en orden nuestros locales, decidí cruzar el pasillo y preguntarle cualquier pavada para iniciar la conversación.
- ¿Te hago una pregunta? – inquirí tímidamente, sin entrar al local, jugueteando
tontamente con la bocha que hacía las veces de picaporte.
- Dale- dijo, levantando la vista del libro de Huxley y desacomodándose el
flequillo.
- ¿Vos tomás café? – No sabía que la pregunta podría sonar tan idiota. Pero cuando la
pensé parecía lógica. Enseguida quise arreglarlo. – Digo, vos ¿pedís café a algún lado mientras estás acá? ¿O algo?
- Sí, a veces pasa Adolfo, el cafetero, o llamo al bar de la otra cuadra… - Salió de
detrás del mostrador, vistiendo unos pantalones de terciopelo verde y una remera naranja. Me miró, interrogándome.
- Bueno- le dije tartamudeando- Avisame si pedís café o algo, porque , bueno,
yo…
- Listo, no te hagas problemas. – Y cerró la conversación haciendo de cuenta que
estábamos de acuerdo.
Me alejé, de nuevo, a mi guarida, pensando un sinfín de combinaciones posibles para que se den las fantasías que habían rondado mi cabeza por días.
Así empezó un largo ritual de golpecitos en el vidrio y vapor avisándome que pasaríamos unos alegres 20 minutos en su local o en el mío, desnudándonos los pensamientos y poniendo a la defensiva todo nuestro intelecto. Los ojos verdes de Nahir me sonreían desde detrás del vapor de su café, asintiendo con mis observaciones y tímidamente acotando una que otra reflexión sabia y llena de purpurina. Recuerdo muy bien el día en que vino a mi local por primera vez. Todo le parecía fascinante. Admiraba cada elemento, sin preguntar nada. Los tomaba, los observaba por largos ratos. Yo le explicaba toscamente cuál era la cualidad de cada uno de los objetos, pero no la veía genuinamente interesada en ellos.
Mientras recorría mi local, en una de sus tantas exploraciones, se sentó de repente en el sillón, y mientras yo le relataba anécdotas sin importancia relacionadas con mi profesión, me interrumpió encendidamente.
- Haceme uno- y me miró fijamente.
Yo, que no había terminado de acomodar sus palabras en mi mente, la miré
confundido.
- ¿Ahora?
- No, tonto, algún día. No sé, cuando quieras.
- No, cuando vos quieras, pero… ¿y el local?
- Lo dejaré cerrado, no sé. – Saltó del sillón y salió al pasillo dejando una
estela de perfume añejo.
- Chau
Desde aquél monosilábico momento, mi vida giró en torno a la ocasión en que
Nahir viniera y me dejara trabajar en su cuerpo. Mi cabeza se veía azotada por interrogantes como el lugar del cuerpo que ella elegiría o el motivo del dibujo. Seguro algo discreto y sereno, pensaba en mis largas noches de insomnio, mientras recordaba su delicada palidez que se recortaba en su ropa brillante.
Sin dejar de revolotear inconcientemente alrededor de su posible aparición ante mi merced, me encontré con su flequillo alborotado enfrente de mí - estaba nerviosa.
- Hola- Me paré incrédulo ante su larga y exótica figura. Me explicó, un poco
parcamente, lo que quería. En ese instante olvidé todas las conjeturas hechas hasta entonces. Mi cerebro era una hoja en blanco donde Nahir podía desparramar todos sus brillos y colores.
La etapa de la curiosidad culminó y comenzó el momento de sentirme nervioso.
¿Y si me sale mal? ¿Y si se ofende? ¿Y si no logro reflejar con mis agujas lo que su risueña alma quiere llevar por siempre en aquella parte del cuerpo? La miré a los ojos. Huyó de mi mirada y se sentó en el sillón sin que yo la invitara.
- ¿Querés que busquemos un motivo o lo invento yo?
Respondió altaneramente y noté que sólo se había concentrado en la palabra motivo.
- Yo ya pensé el motivo, es el disparador.
- Me refiero al dibujo, linda.
Se ruborizó, pero hizo como si no le importara.
- Confío en tu mente. Ya sabés qué quiero.
No era difícil. Delineé el contorno sobre la cara interior de su antebrazo y tracé
líneas de profundidad en las curvas. Ella permanecía inmóvil. Miraba la evolución de mi trabajo de tanto en tanto, pero sus ojos pasaron la mayor parte del tiempo paseándose por el contorno de mis cejas, mi mandíbula, mi boca. El motivo era pequeño; podía terminar de darle color allí mismo y al parecer, a ella no le estaba molestando.
El color violáceo- rosado le dio un aspecto aterciopelado a la figura y más líneas tenues en celeste le otorgaron el brillo adecuado. Era una joya.
- Creo que ya estamos- le dije triunfante, después de casi cuatro horas de trabajo y
de silencio absoluto.
- ¡Me encanta!- me dijo festiva. Y allí no se detuvo- Es perfecta, es justo lo que
quería. Hasta el color es perfecto. Ay, Joaquín…- Y algo tremendo pasó. Sus mejillas, antes pálidas y espectrales, se tornaron rosadas y brillantes, su corazón se abrió, sus emociones, antes sepultadas, galoparon hacia mí y me abrazó fuerte, a modo de agradecimiento. Igual que la orquídea abierta que recién había terminado de tatuar.
Entonces comenzaron las charlas eternas y las confesiones febriles a la luz de las velas en su local cuando ya estaba casi toda la galería a oscuras. Así supe de su fatídica vida, de su fecha de cumpleaños y de lo que le gustaba hacer los domingos. Ella supo también de mí. De las veces que intenté atrapar mariposas para que alegraran mis sábanas y de cómo, inexplicablemente, una mañana, abrí los ojos y ya no las vi.
Ella escuchaba mis relatos. Yo la entendía y guardaba cada uno de sus cuentos como si fueran piedras preciosas. Cuidaba sus palabras como si fueran de cristal.
- Otro- me dijo en medio de una caminata por su parque favorito, ya sin poder
resistir el impulso de abrazarme como siempre que dejaba fluir todas sus emociones.
- ¿Qué? – No pude seguirla
- Quiero otro- me miró sonriendo. – Acá- y señaló el costado derecho de sus
caderas. Días más tarde, estábamos en mi local, a media luz, dándole comienzo a la pasión que surgió de nuestra unión.
- Quiero que se vea imponente.- Y dejé fluir mis tintas sobre su porcelana suave.
Unas cuantas horas se sucedieron mientras oscurecía los ojos del majestuoso animal que ahora habitaba en el cuerpo de Nahir, y contorneaba su felina figura. Un abrazo exhaustivo fue el final de mi obra.
- Interesante- dijo, entornando los ojos y desperezándose después de haber estado
varias horas acostada sobre su lado en el sillón. – Me voy a cerrar el local.
Y se alejó misteriosamente, sin antes cubrir cuidadosamente su nueva adquisición debajo de su camisa rayada amarilla, marrón y naranja. Y aquí todo comenzó a tornarse bizarro, hasta a veces incontrolable. Yo no habría podido saber del poder del sentimiento al tatuar hasta entonces. Me esforzaba tanto en respetar religiosamente sus más hondos deseos que terminaba por retar a la realidad y convertir la patología en una opción.
Las pausas vespertinas para el café por lo general comenzaban con tontos desacuerdos para terminar, ante mis asombrados ojos, en acaloradas peleas adornadas con toda clase de gritos. Día tras día era una tortura. Sus ojos ardían, pero no con la amable curiosidad que le había conocido días antes, sino con furia, odio. Me daba miedo pensar que Nahir emanara odio, y que tal vez yo había sido el causante de todo aquello.
- Necesito un cigarrillo. Dijo una noche, alterada, en su casa.
- Vos no fumás- y seguí hojeando una revista ausentemente.
- Me vas a dar uno- tiró de mi remera tan enérgicamente que pensé que la
desgarraría. La miré fijo. No lo entendí. No entendí sus ojos. Y cuando entre dos amantes los ojos dejan de ser un puente a las sensaciones, todo está acabado.
Lo que sigue es difícil de explicar, porque Nahir me dejó inconciente al arrojarme contra el espejo que reinaba en su cuarto. Me desperté al rato. Me dolía el hombro, las rodillas y la cabeza. Había sangre, vidrios y una nena casi mujer llorando en la cama. Yo tenía un vago recuerdo de rugidos, gritos, zarpazos y golpes. Mucho dolor para tan pocos motivos.
- Te hice algo horrible.
- Ya lo sé. Mirá cómo sangré. – le dije sin ánimo de reproche.
- No me sale disculparme. – Su flequillo era un recuerdo.
- No hace falta. Yo tengo algo de culpa. – Y antes de que sus perlas verdes
comenzaran a hacer erupción otra vez, le expliqué que podía ayudarla.
- Liberame de esto- me pidió, en el acto más desinteresado que vio la Tierra.
- No te lo puedo sacar
- Curame. – después de recuperarla, del modo en que un animal salvaje se
reencuentra con el que alguna vez fue su amo, la llevé al local y durante el viaje traté de encontrar algo que contrarrestara el horrible ser que había creado.
Ella ya estaba acostada y mostrándome la lisa superficie debajo de su musculosa. Mi cabeza no paraba de hacerme preguntas que jamás encontrarían respuesta. La miré.
- Quiero ser libre, y no voy a durar así mucho tiempo. – Ya lo sabía. Le iba a
costar parecer tan tranquila ante un humano tan dubitativo. Pero sus aparentemente obsoletas palabras me dieron la llave. Y las alas estuvieron listas minutos más tarde, mientras mi una vez mía Nahir asimilaba el cambio como si de una tortura se tratara. Bajó del sillón diferente, más blanca, más serena, pero distante.
- Gracias, Joaquín. Nunca me voy a olvidar de esto. – y yo deseé con todo mi
corazón que así fuera. Pero evidentemente me faltó fuerza.
Al otro día fui a verla a su local. Ni siquiera levantó la vista para saludar; siguió ordenando trajes de baño. Tenía puesta la parte superior de uno de ellos. Su águila se lucía triunfante, pero creo que le faltaba color. A la tarde no tomó café conmigo.
- No me di cuenta- me dijo mientras atendía el teléfono urgentemente y se
internaba en una conversación de media hora en que nunca tuve ni tendré participación. La escarcha tímida que aparece cuando se está a punto de perder a alguien se coló en nuestras vidas esa misma noche en mi cama. Nahir estaba dispersa. Sus palabras cantarinas volaban por la habitación. Me recordaba a la Nahir que había descubierto luego del primer tatuaje, pero ahora era más incoherente en su discurso.
- Vení a la cama- le dije, mientras ella vagaba desnuda sin rumbo por mi
habitación.
- No- dijo sin darse cuenta ni mirarme, - hay un mosquito en la cabecera.- agregó
gravemente.
Me reí de ella y repetí la orden. Me di vuelta y vi al mosquito. Lo quise matar pero
fallé y sólo logré espantarlo. Realmente amaba a Nahir.
- Dale, vení. Ya se fue. Volvé a la cama.
- Ni en pedo. – Y se vistió.
Ninguna de sus mariposas pobló mis sábanas por mucho tiempo. Y pronto volvieron
a ser blancas como siempre que estoy solo.
Un día, al entrar a la galería, creyendo fehacientemente que Nahir estaría más cálida, más cercana y más como en la época de la orquídea, vi una pesada persiana prolongarse frente a mi local por semanas y semanas. Largo como una condena. Nunca más volví a verla. Tal vez voló. Tal vez yo la hice volar. El segundo de los caminos es el más difícil de descifrar. (2003)

lunes, 12 de mayo de 2008

Teté


El principio del temblor. El primer sismo en un lápiz se antecede por una calma inexplicable.


Cuando llegué a la casa de Teté, había música. Esto ya era raro porque en la casa de Teté la música sólo amenizaba reuniones, y ahora ella estaba sola. Tal vez alguien se había ido hacía unos momentos. Pero no pregunté.
Mientras caminaba por el pasillo, noté al pasar por la habitación que la cama estaba tendida. Me extrañó mucho, porque que era sábado y Teté nunca arma la cama. Menos un sábado. Sin embargo, continué en silencio, porque su imagen me enmudeció.
Teté estaba sentada en el sofá de la sala, apoyada sobre su costado, bordando. ¿Bordando?
Sí, Teté bordaba y yo nunca lo había notado. Morrissey seguía gritando desde el parlante que lo interrumpiéramos si creíamos haber escuchado aquello antes. Igualmente, la tarde se veía silenciosa cuando llegué a la casa de Teté. Algo era raro.
La mirada grave de Teté se levantó de su bordado por un segundo para mirarme – como si no hubiera sabido que era yo el que acababa de llegar.
- ¿Cómo estás? – preguntó desinteresadamente.
- Bien- respondí dejando mi saco sobre un sillón, mientras ella siguió mis movimientos con su mirada grave.
- Qué bien.
No creo que haya estado enojada. ¿Por qué habría de estarlo? Yo no había hecho nada para causarle enojo.
Estaba lejana. Para mí, había toneladas de causas en su actitud para tildarla de loca. Pero ¿qué había de raro en la imagen de una mujer de veintitantos, en su sillón, bordando?
Bueno, yo conocía muy bien a Teté. Ella no bordaba. ¡Por Dios! ¡En dos años jamás la había visto hacerlo o siquiera hablar de eso! Otra cosa, la cama. ¿Qué hacía la cama hecha? Ella sabía que yo vendría, ¿por qué no me estaba esperando en la cama? Ella era una eterna enamorada de su cama. Entonces, ¿qué hacía en el comedor?
Mis conjeturas suenan banales, pero es inimaginable la importancia que encierran.
¿Y la música? Yo sé que las mujeres son cambiantes en su humor pero ¿Morrissey a la tarde? Eso era para la noche, cuando las amigas de Teté venían a cotorrear y a tomar cerveza. Me van a acusar de prejuicioso, pero tengo razones para afirmar que Teté es muy estructurada. Por ejemplo, ella limpia todos los sábados a la tarde.
¡Mierda! ¿No les digo? Hoy es sábado y no está limpiando, ni ordenando. Ni parece que haya pasado una escoba. Lo peor es que todo este tiempo en que mis cavilaciones me mantuvieron disperso, estuve parado frente a ella, mirándola bordar, lenta y espaciadamente, sin siquiera levantar la vista. Como un robot. Pero con una leve sonrisa en los labios. La aguja se hundía y arrastraba un río verde sobre un mantel blanco, que fluía hasta quedarse inmóvil en la forma de lo que yo creo será una hoja.
Tuve que decir algo.
- Teté, ¿me estás engañando? - ¡Bravo! En cuanto me escuché diciendo eso,
quise escapar y no volver más.
- No. – Me aseguró sin levantar la vista y sin descuidar su bordado.
Raro, ella habría respondido “No, ¿por?”, pero esta vez no lo hizo.
Ella siempre sostuvo que los hombres éramos más prácticos que las mujeres. Ellas
están siempre buscando respuestas a preguntas que nadie ha formulado, mientras que nosotros sólo aceptamos los hechos como son, sin cuestionamientos.
Sin embargo, ella no se detuvo a preguntarme por qué todavía estaba parado en la sala, mirándola, extrañado.
Ante tamaña indiferencia, tuve que sentarme a su lado. Al lado de esa esfinge, perfecta y curvilínea, que no se inmutó cuando ocupé ese lugar.
Sus ojos seguían graves y relajados sobre su bordado. Sus manos livianas iban y venían con una gracia que jamás había visto. Su pecho subía y bajaba con la respiración. Quería tocarla. Sabía que sería difícil llegar a su exterior y mucho más a su interior.
Yo estaba tenso. Mi mente se despedazaba en millones de frases que se desvanecían antes de formularlas, porque no eran demasiado buenas como para llegar a su corazón.
¡Si tan sólo me hablara, eso ayudaría tanto! Si me dijera algo… cualquier cosa. ¡Cuántas veces había deseado que se calle! Cuando me reclamaba atención, cuando enumeraba las razones de su depresión. Cuando exponía con minuciosa claridad qué esperaba de mí. ¡Y yo no la escuché!
Ahora deseo más que nunca que hable. De cualquier tema. Porque ni siquiera está enojada; eso quiere decir que no hay nada que la turbe. Y alguien sereno es más fuerte que un mar de furia. Por fin me animé a preguntarle.
- Vos ¿Cómo estás? – y no recordé haber preguntado eso por mucho tiempo.
- Bien.- Dijo fría pero encantadoramente.
Entendí que Teté podía prescindir de mí toda su vida. Yo ya
había salido de su corazón. (2006)