Un intento de insertar explicaciones a una ausencia no deseada. Dedicado, una vez más, a un creador de ojos oscuros. Sin él, no se habrian originado las cavilaciones que me hicieron sangrar todas estas historias.
Hacía un rato largo que venía siguiendo con la mirada a Cristina. Después de varios meses de ausencia, le había concedido el honor de verme esa tarde. Ella me había suplicado a través del teléfono que la viera. Y ya que ella era habitué del Británico donde escribía tarde tras tarde cosas que jamás leeré y de las que - por lo que me insinuó alguna vez- yo era culpable, allí nos dimos cita.
La seguí con la mirada y acaricié cada uno de sus rulos, que se movían como nubes con cada paso que ella daba. Vi cómo se mordía el labio inferior mientras descubría una vez más la loma de su adorado Parque Lezama. También observé sus curvas tan sinuosas y amables mientras se meneaba al caminar al compás de sus collares de colores. No pude dejar de mirar toda su blancura mientras se confundía con el mundo que casi nunca compartimos y que se la va devorando calle tras calle.
La vi, sonriendo complaciente al llegar a su bar de siempre, nadando en su propio sueño de escritora modesta. Y siempre tan blanca y breve.
La penumbra del bar se la tragó y extrañé por un momento el contacto de mis percepciones visuales con lo que su imagen transfigurada tenía para ofrecerme. La oí vagamente pidiendo un capuccino a la italiana sin canela muy caliente para tomárselo enseguida y me quedé vociferándole sordamente a mi mente mil argumentos para asuntos totalmente míos que ella nunca sabrá.
Habíamos quedado en que yo pasaría por el bar, y como soy hombre y me encanta hacerme esperar, decidí aparecer mucho más tarde de lo acordado. Me quedé solo con la anónima compañía de un cigarrillo, y después de andar confusamente por los vericuetos de mi mente, me descubrí pensando en las formas de Cristina y en su manera curvilínea de caminar. No sé si la deseé, pero me levanté de mi sitio y fui a donde sabía que la encontraría. No tardé en verla, anónimamente sentada en una mesa alejada, entregándose al vicio de escribir para no mirar el reloj, revolviendo su capuccino de tanto en tanto. Me entraron deseos de besarla. Era linda.
Y llegué. Lo más lentamente posible, porque me encanta hacerme desear. En ese momento no estaba disfrutando la tardanza, así que me senté frente a ella y la toqué. Todos los ruidos del universo cesaron. Las esferas y sus vibraciones se detuvieron. La miré a los ojos, esos ojos suplicantes y encantadores, y la besé.
Quise seguir besándola pero al abrir los ojos ya no la vi. Un montón de humo rosa y espuma perfumada me rodeaban y ya no tuve qué desear. (2002)
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