Un intento de abrazar todos los momentos valiosos de mi vida en un glimpse. Nada de lo que se haya vivido habría de ser descartado.
Durante un día, cada mes, la ciudad se vuelve transparente con respecto a la dimensión del tiempo. Es decir, al final de cada mes, en un día entre el 25 y el 28, las barreras del tiempo en la ciudad se borran y el tiempo es único. Todo constituye un gran presente.
Cada ciudadano, en ese día señalado, puede verse sólo a sí mismo repetido tantas veces como haya permanecido o transitado por los diferentes lugares de la ciudad, en ocasiones acompañado por la persona más próxima a su corazón.
Cuando llega ese día, yo me entero fácilmente porque, por lo general, sea en el mes que sea, la noche anterior es cálida y la paso enredando tinta en papel hasta altas horas de la madrugada. Si esas condiciones están dadas, sé que al otro día el tiempo carecerá de barreras. Todo lo que pasó y pasará se mezcla en la ciudad para que yo lo vea. O me vea. Entonces, en estos días especiales que llegan al fin de cada mes, me interno en la ciudad para encontrarme en alguna nueva situación que no haya contemplado.
Como aquella vez en que, aprovechando la carencia de barreras, fui a buscarme con él. Me vi joven, llena de esperanza, con un escrito, ilusionada y luminosa.
Me encontré de su mano, altiva, plena, rozagante.
Vi que estaba sola, llorando, destrozada en pena. Supe que no funcionaría de inmediato. Me llené de odio, odié las barreras y sus ausencias. Vociferé al destino que él no podía actuar a su complacencia con mi vida. Nadie escuchó.
Inevitablemente, al mes siguiente el drama se repetiría, y ya no me quedaba corazón para soportar verme sola, sin él, tratando de forjar una existencia en penuria por falta de un afecto imprescindible.
“¡Esta ciudad está maldita!” rugí llena de ira hacia el destino que se empeñaba en hacerme sufrir. Decidí escapar y llegar a otras latitudes, atravesando órbitas de horarios diáfanos y remotos. El tiempo era diferente y estaba segura de que allí estaría a salvo de los preludios a la tragedia, compuestos de noches cálidas y enredos de tintas en mis vírgenes hojas de papel. Me equivoqué tristemente.
Una noche febril me recibió en la nueva tierra antigua, y me dejé ganar por unas ansias de marcar papel eternamente. No me detuve hasta que el sol me sorprendió por la ventana, e iluminó una ciudad a estrenar, al menos para mi presente.
La curiosidad y las ansias de ser anónima me sedujeron y dejé mi ostracismo. Algo en mi interior me decía que no había podido burlar al fenómeno temporal del que venía escapando. Y una pequeña parte de mi interior no se extrañó al no ver una sola persona en las calles. La ciudad estaba desierta. Me empeñé en encontrar a otra persona. Caminé incansablemente hasta que la luz del sol se fue haciendo tenue y hasta que ya no me quedaban calles urbanas qué recorrer. Llegué a un parque en los suburbios, rendida y vencida por un llanto arraigado en la profunda desesperación de que las barreras se ausentaban siempre y en todo lugar y que jamás me libraría de ese encanto maldito.
Estaba desorientada y exhausta, y a través de mis lágrimas divisé a dos personas caminando. Lentamente se acercaron a un banco en el parque y se dejaron caer torpemente. Una oleada de estupor me invadió cuando descubrí que uno de ellos era yo, con una persona con la que evidentemente tenía una relación cómoda y relajada. Serenamente observábamos la muerte del día, sin prisa y evocando momentos dorados. Tiempo atrás. Más rozagantes. Y hasta hablábamos en otro idioma, el del lugar. Y vi un anillo en mi dedo, igual al de él. Y también vi rostros surcados por al paso del tiempo, y cabellos de plata, fruto de la experiencia.
No los volví a ver, simplemente porque no volví por esa zona en los días especiales del mes. No quiero volver a encontrar a mi vejez aunque me carcoma la curiosidad. Porque la verdad es, todavía no he encontrado a aquél hombre con quien me vi, y el tiempo, cuando las barreras regresan, sigue pasando. (2006)
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