miércoles, 14 de mayo de 2008

Nahir

El amor se enseña. Sin ya un amor de quien aprender, dedico cada minuto de mi vida a transmitir esas pasiones que me hicieron tan feliz. Una oda a quien me enseñó qué es el amor.


A Nahir la perdí de la manera más tonta; con mis propias manos. La veía siempre decorando su local, frente al mío. Desplegando todo su arte estético, brillando alrededor de su figura enfundada en colores, que me fascinaban. Yo, siempre entre agujas y tintas a través de mi persiana, la observaba fumar, seleccionar la ropa por colores, sonreír muy esporádicamente y desacomodarse el flequillo cuando se ponía nerviosa.
Hace ya mucho, un día nublado de invierno, después de que hubiéramos puesto en orden nuestros locales, decidí cruzar el pasillo y preguntarle cualquier pavada para iniciar la conversación.
- ¿Te hago una pregunta? – inquirí tímidamente, sin entrar al local, jugueteando
tontamente con la bocha que hacía las veces de picaporte.
- Dale- dijo, levantando la vista del libro de Huxley y desacomodándose el
flequillo.
- ¿Vos tomás café? – No sabía que la pregunta podría sonar tan idiota. Pero cuando la
pensé parecía lógica. Enseguida quise arreglarlo. – Digo, vos ¿pedís café a algún lado mientras estás acá? ¿O algo?
- Sí, a veces pasa Adolfo, el cafetero, o llamo al bar de la otra cuadra… - Salió de
detrás del mostrador, vistiendo unos pantalones de terciopelo verde y una remera naranja. Me miró, interrogándome.
- Bueno- le dije tartamudeando- Avisame si pedís café o algo, porque , bueno,
yo…
- Listo, no te hagas problemas. – Y cerró la conversación haciendo de cuenta que
estábamos de acuerdo.
Me alejé, de nuevo, a mi guarida, pensando un sinfín de combinaciones posibles para que se den las fantasías que habían rondado mi cabeza por días.
Así empezó un largo ritual de golpecitos en el vidrio y vapor avisándome que pasaríamos unos alegres 20 minutos en su local o en el mío, desnudándonos los pensamientos y poniendo a la defensiva todo nuestro intelecto. Los ojos verdes de Nahir me sonreían desde detrás del vapor de su café, asintiendo con mis observaciones y tímidamente acotando una que otra reflexión sabia y llena de purpurina. Recuerdo muy bien el día en que vino a mi local por primera vez. Todo le parecía fascinante. Admiraba cada elemento, sin preguntar nada. Los tomaba, los observaba por largos ratos. Yo le explicaba toscamente cuál era la cualidad de cada uno de los objetos, pero no la veía genuinamente interesada en ellos.
Mientras recorría mi local, en una de sus tantas exploraciones, se sentó de repente en el sillón, y mientras yo le relataba anécdotas sin importancia relacionadas con mi profesión, me interrumpió encendidamente.
- Haceme uno- y me miró fijamente.
Yo, que no había terminado de acomodar sus palabras en mi mente, la miré
confundido.
- ¿Ahora?
- No, tonto, algún día. No sé, cuando quieras.
- No, cuando vos quieras, pero… ¿y el local?
- Lo dejaré cerrado, no sé. – Saltó del sillón y salió al pasillo dejando una
estela de perfume añejo.
- Chau
Desde aquél monosilábico momento, mi vida giró en torno a la ocasión en que
Nahir viniera y me dejara trabajar en su cuerpo. Mi cabeza se veía azotada por interrogantes como el lugar del cuerpo que ella elegiría o el motivo del dibujo. Seguro algo discreto y sereno, pensaba en mis largas noches de insomnio, mientras recordaba su delicada palidez que se recortaba en su ropa brillante.
Sin dejar de revolotear inconcientemente alrededor de su posible aparición ante mi merced, me encontré con su flequillo alborotado enfrente de mí - estaba nerviosa.
- Hola- Me paré incrédulo ante su larga y exótica figura. Me explicó, un poco
parcamente, lo que quería. En ese instante olvidé todas las conjeturas hechas hasta entonces. Mi cerebro era una hoja en blanco donde Nahir podía desparramar todos sus brillos y colores.
La etapa de la curiosidad culminó y comenzó el momento de sentirme nervioso.
¿Y si me sale mal? ¿Y si se ofende? ¿Y si no logro reflejar con mis agujas lo que su risueña alma quiere llevar por siempre en aquella parte del cuerpo? La miré a los ojos. Huyó de mi mirada y se sentó en el sillón sin que yo la invitara.
- ¿Querés que busquemos un motivo o lo invento yo?
Respondió altaneramente y noté que sólo se había concentrado en la palabra motivo.
- Yo ya pensé el motivo, es el disparador.
- Me refiero al dibujo, linda.
Se ruborizó, pero hizo como si no le importara.
- Confío en tu mente. Ya sabés qué quiero.
No era difícil. Delineé el contorno sobre la cara interior de su antebrazo y tracé
líneas de profundidad en las curvas. Ella permanecía inmóvil. Miraba la evolución de mi trabajo de tanto en tanto, pero sus ojos pasaron la mayor parte del tiempo paseándose por el contorno de mis cejas, mi mandíbula, mi boca. El motivo era pequeño; podía terminar de darle color allí mismo y al parecer, a ella no le estaba molestando.
El color violáceo- rosado le dio un aspecto aterciopelado a la figura y más líneas tenues en celeste le otorgaron el brillo adecuado. Era una joya.
- Creo que ya estamos- le dije triunfante, después de casi cuatro horas de trabajo y
de silencio absoluto.
- ¡Me encanta!- me dijo festiva. Y allí no se detuvo- Es perfecta, es justo lo que
quería. Hasta el color es perfecto. Ay, Joaquín…- Y algo tremendo pasó. Sus mejillas, antes pálidas y espectrales, se tornaron rosadas y brillantes, su corazón se abrió, sus emociones, antes sepultadas, galoparon hacia mí y me abrazó fuerte, a modo de agradecimiento. Igual que la orquídea abierta que recién había terminado de tatuar.
Entonces comenzaron las charlas eternas y las confesiones febriles a la luz de las velas en su local cuando ya estaba casi toda la galería a oscuras. Así supe de su fatídica vida, de su fecha de cumpleaños y de lo que le gustaba hacer los domingos. Ella supo también de mí. De las veces que intenté atrapar mariposas para que alegraran mis sábanas y de cómo, inexplicablemente, una mañana, abrí los ojos y ya no las vi.
Ella escuchaba mis relatos. Yo la entendía y guardaba cada uno de sus cuentos como si fueran piedras preciosas. Cuidaba sus palabras como si fueran de cristal.
- Otro- me dijo en medio de una caminata por su parque favorito, ya sin poder
resistir el impulso de abrazarme como siempre que dejaba fluir todas sus emociones.
- ¿Qué? – No pude seguirla
- Quiero otro- me miró sonriendo. – Acá- y señaló el costado derecho de sus
caderas. Días más tarde, estábamos en mi local, a media luz, dándole comienzo a la pasión que surgió de nuestra unión.
- Quiero que se vea imponente.- Y dejé fluir mis tintas sobre su porcelana suave.
Unas cuantas horas se sucedieron mientras oscurecía los ojos del majestuoso animal que ahora habitaba en el cuerpo de Nahir, y contorneaba su felina figura. Un abrazo exhaustivo fue el final de mi obra.
- Interesante- dijo, entornando los ojos y desperezándose después de haber estado
varias horas acostada sobre su lado en el sillón. – Me voy a cerrar el local.
Y se alejó misteriosamente, sin antes cubrir cuidadosamente su nueva adquisición debajo de su camisa rayada amarilla, marrón y naranja. Y aquí todo comenzó a tornarse bizarro, hasta a veces incontrolable. Yo no habría podido saber del poder del sentimiento al tatuar hasta entonces. Me esforzaba tanto en respetar religiosamente sus más hondos deseos que terminaba por retar a la realidad y convertir la patología en una opción.
Las pausas vespertinas para el café por lo general comenzaban con tontos desacuerdos para terminar, ante mis asombrados ojos, en acaloradas peleas adornadas con toda clase de gritos. Día tras día era una tortura. Sus ojos ardían, pero no con la amable curiosidad que le había conocido días antes, sino con furia, odio. Me daba miedo pensar que Nahir emanara odio, y que tal vez yo había sido el causante de todo aquello.
- Necesito un cigarrillo. Dijo una noche, alterada, en su casa.
- Vos no fumás- y seguí hojeando una revista ausentemente.
- Me vas a dar uno- tiró de mi remera tan enérgicamente que pensé que la
desgarraría. La miré fijo. No lo entendí. No entendí sus ojos. Y cuando entre dos amantes los ojos dejan de ser un puente a las sensaciones, todo está acabado.
Lo que sigue es difícil de explicar, porque Nahir me dejó inconciente al arrojarme contra el espejo que reinaba en su cuarto. Me desperté al rato. Me dolía el hombro, las rodillas y la cabeza. Había sangre, vidrios y una nena casi mujer llorando en la cama. Yo tenía un vago recuerdo de rugidos, gritos, zarpazos y golpes. Mucho dolor para tan pocos motivos.
- Te hice algo horrible.
- Ya lo sé. Mirá cómo sangré. – le dije sin ánimo de reproche.
- No me sale disculparme. – Su flequillo era un recuerdo.
- No hace falta. Yo tengo algo de culpa. – Y antes de que sus perlas verdes
comenzaran a hacer erupción otra vez, le expliqué que podía ayudarla.
- Liberame de esto- me pidió, en el acto más desinteresado que vio la Tierra.
- No te lo puedo sacar
- Curame. – después de recuperarla, del modo en que un animal salvaje se
reencuentra con el que alguna vez fue su amo, la llevé al local y durante el viaje traté de encontrar algo que contrarrestara el horrible ser que había creado.
Ella ya estaba acostada y mostrándome la lisa superficie debajo de su musculosa. Mi cabeza no paraba de hacerme preguntas que jamás encontrarían respuesta. La miré.
- Quiero ser libre, y no voy a durar así mucho tiempo. – Ya lo sabía. Le iba a
costar parecer tan tranquila ante un humano tan dubitativo. Pero sus aparentemente obsoletas palabras me dieron la llave. Y las alas estuvieron listas minutos más tarde, mientras mi una vez mía Nahir asimilaba el cambio como si de una tortura se tratara. Bajó del sillón diferente, más blanca, más serena, pero distante.
- Gracias, Joaquín. Nunca me voy a olvidar de esto. – y yo deseé con todo mi
corazón que así fuera. Pero evidentemente me faltó fuerza.
Al otro día fui a verla a su local. Ni siquiera levantó la vista para saludar; siguió ordenando trajes de baño. Tenía puesta la parte superior de uno de ellos. Su águila se lucía triunfante, pero creo que le faltaba color. A la tarde no tomó café conmigo.
- No me di cuenta- me dijo mientras atendía el teléfono urgentemente y se
internaba en una conversación de media hora en que nunca tuve ni tendré participación. La escarcha tímida que aparece cuando se está a punto de perder a alguien se coló en nuestras vidas esa misma noche en mi cama. Nahir estaba dispersa. Sus palabras cantarinas volaban por la habitación. Me recordaba a la Nahir que había descubierto luego del primer tatuaje, pero ahora era más incoherente en su discurso.
- Vení a la cama- le dije, mientras ella vagaba desnuda sin rumbo por mi
habitación.
- No- dijo sin darse cuenta ni mirarme, - hay un mosquito en la cabecera.- agregó
gravemente.
Me reí de ella y repetí la orden. Me di vuelta y vi al mosquito. Lo quise matar pero
fallé y sólo logré espantarlo. Realmente amaba a Nahir.
- Dale, vení. Ya se fue. Volvé a la cama.
- Ni en pedo. – Y se vistió.
Ninguna de sus mariposas pobló mis sábanas por mucho tiempo. Y pronto volvieron
a ser blancas como siempre que estoy solo.
Un día, al entrar a la galería, creyendo fehacientemente que Nahir estaría más cálida, más cercana y más como en la época de la orquídea, vi una pesada persiana prolongarse frente a mi local por semanas y semanas. Largo como una condena. Nunca más volví a verla. Tal vez voló. Tal vez yo la hice volar. El segundo de los caminos es el más difícil de descifrar. (2003)

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