lunes, 16 de junio de 2008

Cíclico

- ¿Catalítico? Noooo, Ballesteros. El calendario Azteca no era catalítico; era cíclico…
En mis cortos 15 años creo que jamás me interesó la diferencia entre un vocablo y el otro; y la manera en que medían el tiempo los Aztecas me tenía sin cuidado, a decir verdad.
- Además, - continuó mi profesora de historia, blandiendo mi examen desaprobado- catalítico es… una estufa de tiro balanceado…
Y ahí el tiempo se detuvo. O se juntó con todos los demás momentos de mi vida. La sola mención de la palabra estufa fue suficiente.
Me transporté inmediatamente con el pensamiento a mi habitación de niña- adolescente. En ese reducido espacio le había suspirado a las paredes cubiertas de pósters los nombres de miles de romeos. El piso de madera conocía el sabor de mis lágrimas, y los marcos de la puerta me vieron salir vestida para enfrentar la oscuridad de una noche corta y sin alcohol en tantas ocasiones.
El sonido y ambiente de una época en lo que todo está por definirse trascendía y perduraba entre aquellas cuatro paredes que conformaban mi habitación. Un color de pelo osado. Música foránea y secreta. Lágrimas furtivas. Primeras palabras en papel. Y el vértigo – no deseado- de que nada haya ocurrido aún. Un corazón dispuesto a ser marcado. Todo este desfile de adornos rodeaba al epicentro de aquel universo, mi estufa.
Ella estaba al lado del escritorio. Era la primera que leía mis escritos. En invierno confiaba en ella para que me apoyara moralmente; para que me diera coraje y poder seguir con mi entonces simple y despreocupada vida. En verano, era un fiel estante. Siempre dispuesta a sostener lo que no entrara en otro lugar.
Y el hecho de que fuera de tiro balanceado me llevó a alimentar a las más descabelladas fantasías y también a creerlas desde la más tierna edad. Muy dentro de mí, una voluntad irrefrenable de descubrir una veta mágica en mi estufa me impulsaba a volar con la imaginación.
Como aquella vez en la cual, explorando mi estufa y habiendo descubierto que tenía una comunicación al exterior, supuse que sería muy tonto de mi parte no probar semejante aparato de fonación. Pasé tardes enteras vociferándole a mi estufa. Pero evaluar el resultado de tan ambiciosa empresa se tornaba imposible si no había quién diera fe de su correcto funcionamiento.
Convoqué a una de mis amiguitas del edificio, que gozaba de un ejemplar de estufa similar al mío, y le expliqué los detalles del funcionamiento del aparato, de acuerdo con lo que yo creía en aquel entonces. Las instrucciones eran simples: si había algo que ella quisiera decirme, no tenía más que decirlo en voz alta cerca de la estufa, y yo, con la oreja apoyada en mi aparato, la escucharía.
Tras varios intentos, tuve que admitir que mi teoría había fracasado tristemente.
Sin embargo, luego de varios años, a los 15, el sonido de la palabra estufa me traía significados nuevos.
El portero de la escuela, Horacio, era el encargado de encender las viejas estufas en cada aula. Como se avecinaban los meses más fríos, ya era habitual encontrarse con Horacio en el aula en la primera hora, forcejeando con los aparatos.
Por eso fue extraño no verlo en la primera hora el jueves. Ni en la segunda. De la tercera no nos percatamos. Pero en un momento entre la quinta y la sexta hora una de mis compañeras dijo:
- ¿Por qué no vino Horacio a prender la estufa? ¿No tienen frío
ustedes?
Todas nos miramos y estuvimos de acuerdo en que era vital y
necesario que Horacio viniera a encender aquel aparato. Pero no vino.
No sólo no vino Horacio, sino que dos hombres que no conocíamos vinieron a desinstalar la vieja estufa.
¡Eso sí que no podíamos permitirlo! Organizamos una sentada en el patio, nos quejamos, nos indignamos, pero sólo obtuvimos silencio como respuesta.
Al día siguiente, sin ánimos de enfrentar una jornada sin estufa, (aunque era viernes, y a los 15 esa es razón suficiente para que reine la felicidad absoluta) nos encaminamos pesadamente al aula.
Nos sorprendió la flamante estufa de tiro balanceado que señoreaba el aula, y nos sentimos tan satisfechas que parecía viernes antes de un fin de semana largo. Pero la sorpresa mayor no fue el haber adquirido una estufa. Lo especial sobre esta estufa se dio a conocer a medida que fue transcurriendo el día.
Primero, mientras nos comunicábamos las unas a las otras las bondades de la nueva estufa, una de mis compañeras dijo:
- ¡Uh! Ahora tenemos química. Ojalá que no venga la profesora.
Era un comentario bastante baqueteado en aquella aula, así que
nadie le dio mayor importancia. Cinco minutos más tarde nos comunicaron que la profesora de química no vendría por haber tenido un contratiempo.
No podría describir con palabras la alegría que nos inundó. Nos dispusimos a pasar la hora libre de la mejor manera posible; escuchando música, jugando a las cartas, recorriendo las instalaciones de la escuela.
Mientras se sucedía un animado juego de cartas entre 4 de mis compañeras y yo, una de las chicas que no estaba jugando le gritó a Luli desde al lado de la estufa.
- ¿Me ayudás con la tarea de matemática después?
- Pará que estoy jugando- contestó Luli, muy concentrada.
Ella era invencible jugando al Jodete y esta era una partida en que no iba a dejarse ganar.
- ¡Dale! ¡Ayudame ahora!
Luli no le contestó; estaba demasiado enfrascada en el juego.
Miré a la chica que se indignaba al lado de la estufa y la oí decir:
“Espero que pierdas.”
Y en ese instante, Luli olvidó decir que le quedaba una sola carta, y
tuvo que levantar 10 cartas del mazo, dándole así la oportunidad de ganar a María Pía, que nunca había ganado.
- Increíble- pensé.
Me quedé mirando la estufa largamente.
El juego se disolvió por una disputa predecible entre Luli y María Pía; y yo, aprovechando esa discordia, me dirigí hacia la estufa.
Me senté al lado del aparato.
Marikena vino con su walkman a sentarse conmigo.
- ¿Qué escuchas?- le pregunté de manera ausente.
- La radio. Están pasando Marilyn Manson. ¿Querés escuchar?
- Bueno- y una melodía funesta pero cautivante nos percudió los
tímpanos por un rato. Marikena era una gran admiradora de esa banda.
- Me encantan, los amo. Espero que alguna vez vengan a la
Argentina.- Ni bien Marikena concluyó esa frase desiderativa, el locutor anunció: “Se ha confirmado la visita de Marilyn Manson a la Argentina. Se presentará el próximo octubre en el estadio…”
Marikena saltó de alegría y corrió – con walkman incorporado- a propagar la noticia entre quienes la encontrarían de interés.
Yo me quedé boquiabierta al lado de la estufa.
Secretamente, supe que yo era la única persona dentro de esa aula
que sabía del poder de la estufa. Entonces, me acerqué cautelosamente y le susurré mi deseo.
Hace 15 años de esto, y yo sigo igual. En el mismo lugar, con las mismas compañeras, dentro de una realidad cíclica, sin años de más ni tiempos pasados.
Ya deben saber cuál fue mi deseo. (2007)

lunes, 9 de junio de 2008

Florián

Hay veces en que la vida se nos muestra predecible y las partidas parecen fáciles de ganar. Burlas del destino. Cada vez son más.



- Es divino.- dijo Bárbara. Y todos ya saben lo que significa que Bárbara diga que alguien es divino. No importa lo que pase, Bárbara lo va a conseguir al final. Juliana y Lola, hartas ya, se sentaron más cómodas para ver en qué iba a consistir la nueva y predecible conquista de Bárbara.
Todos la estaban pasando bien en la casa de Florián. “A este lo quiere todo el mundo.”, pensó Bárbara en su escéptica mentalidad. Claro que era raro Florián. A pesar de tenerlo todo, chocaba. Bárbara lo observaba deseosa, aunque no siempre había sido así. Ella, la diosa de la seducción violenta, jamás se habría fijado en alguien como él. Es increíble lo endeble que dejan al juicio crítico unos cuantos rechazos. Ni siquiera estaba allí la sospecha de que algo turbio se esconda en el pasado de aquél hombre. Y entonces, se sentía atraída a él ahora. Estudiante, oficinista, hijo único de padres eternamente orgullosos, extremadamente flaco, pálido, prolijamente peinado hacia el costado con rigurosa gomina y tan sonriente como un niño cantor de Viena.
“¿Hasta dónde se va a poner el cinturón?” Bárbara batallaba en su mente en contra de la idea de que Florián la atraía. Pero su actitud de hombre crecido, su vestimenta de cuñado cuarentón y sus charlas de alto nivel a causa de una vida intelectual intensa la llenaban cada vez más de intrigas para con este correctísimo caballerito.
- ¡Feliz cumpleaños, Florián!- Sonó desde el fondo del pasillo suntuosamente decorado, hacia donde se dirigía Florián, con ademanes de persona mayor y sonrisa eterna. Lo veía dialogar sobre libros, hacer observaciones recatadamente graciosas. Veía sus ojos brillando sobre su piel pálida y se revolucionaba su interior. Tomó otra cerveza y no pudo creer la perfección que encerraba Florián en tanto refinamiento. Una oleada de perfume varonil y estupefaciente la hizo volver a la tierra y vio a Florián tomándose del hombro de su amigo Víctor para no perder el equilibrio de la risa. “Una pose re de viejo.” Mandó a callar a su juicio, y entendió menos porqué le encantó.
En eso, Florián se acercó al sector de las chicas. Bárbara se acomodó un mechón lacio que según ella estaba fuera de su lugar.
- ¿La estás pasando bien, Florián? – preguntó Juliana.
- Sí, gracias. – Mirando a todas, llenando de atención a Bárbara.
- El tema es que, - se apresuró a explicar- hay que estar un poco con cada grupo
de gente. Ya saben como es esto. Los de la facultad, los del trabajo, ustedes… Si no, uno termina siendo un mal anfitrión, ¿no?
Y Bárbara buscaba desesperadamente en su cabeza un argumento valedero que sostuviera porqué le estaba gustando Florián en ese momento. “¡Pero si hasta habla de cosas aburridísimas!”
- ¿Y, Barbarita? ¿Qué contás de nuevo? – Sin poderse explicar cómo ni porqué, Florián estaba sentado a su lado, en el sofá, y el resto de las chicas había desaparecido de la escena. ¿Demasiada cerveza tal vez?
- Bien, che, ninguna novedad. – El resto de los invitados divagaban lejos de ella. Algunos en la cocina, probablemente. Bárbara pensó en desplegar todo su arsenal allí mismo. Pero esos ojos dulces, esa piel pálida, esos labios inocentes y esa expresión aniñada la frenaron. No podía ser fría y cruel con él. No podía seducirlo por las malas.
- ¿Estás segura? Porque a mí sí me parece que tenés novedades.
- No, la verdad es que no hay mucho… a ver…dejé el conservatorio definitivamente, ahora me dedico al maquillaje artístico, para obras de teatro, y …
Florián escuchaba atenta y educadamente cada palabra que Bárbara le decía. Ella se estaba muriendo por dentro. No había un gramo de lujuria en esos ojos brillantes, en esas manos flacuchas, en ese pelo engominado, en esa navaja que le enfrió un músculo a Bárbara y la hizo callar de golpe.
- ¿Qué es eso?
- Nada, seguí hablando.
- Ya está. No sé qué decir
- ¡Dale!
- Voy a gritar.
- Entonces te mato y se acaba la fiesta.
- Y vos vas preso.
- ¿Quién va a creer que yo hice algo? ¿Eh? Dale, vamos, nena, andá a mi cuarto y
esperame en la cama.- El frío se apoderó de Bárbara. Esas palabras se oían como si Florián estuviera sólo moviendo la boca, no había manera de que hayan sido elaboradas por su psiquis. ¿O sí? Era bizarro, como una película mal doblada.
La sonrisa amable había huido de los labios de Florián. Ahora era nada más un rubiecito, flacucho, con tendencias psicópatas.
- Arriba
- ¿Qué?
- Ahora. Vamos rápido.
Nadie se sintió obligado a explicar la ausencia de Bárbara. Las chicas la atribuyeron
a su éxito con los hombres. La tildaron de atropellada y demente, pero al final reconocieron que jugaba siempre bien sus cartas. La ausencia de Florián no se notó, ya que sus amigos estaban acostumbrados a que se ausentara por largos ratos en el día de su cumpleaños, atendiendo llamados del exterior, tíos en Estados Unidos. Que Florián atendía asuntos que los demás no podían presenciar era sabido entre sus invitados. Nadie preguntaría nada cuando lo vieran bajar sonriente, bien peinado y solo por las escaleras. De sus cosas se ocupaba mejor desde las habitaciones. (2002)

sábado, 7 de junio de 2008

SIn LLegar a las 4

Un doble homenaje a un músico y a un poeta que me dejó en vilo. Dualidad. Todos nos encontramos en las dos situaciones alguna vez.

A veces me pregunto si seguimos siendo las mismas personas o cambiamos, por dentro. Tal vez se producen cambios pero sólo aquellos que más nos conocen los notan. Y cuando nos hacen algún comentario sobre ese tema, no lo toleramos, y resulta que los lastimamos como nunca lo quisimos y como jamás lo merecieron.
Esto lo sé, y lo sufrí, porque yo lo noté un día antes de aquellas 4 palabras fatales que me dijo James y destrozaron la base de todo plan.
Yo lo presentí; James había estado muy tenso conmigo la noche anterior, y además hacía días que no me mostraba lo que escribía. Eso sólo significaba sólo una cosa: que yo ya no era su musa. – O tal vez ahora está escribiendo sobre otros temas que a vos no te interesan, Sara.- me dijo June, mi mejor amiga, que también conocía muy bien a James.
Pero ¿qué tema a él concerniente podía no interesarme? Todo lo compartía conmigo, todo lo desglosábamos en diálogos eternos a la luz de un cigarro, desnudos y sin prisa.
Sus rulos alborotados me hacían estremecer, escalofríos recorrían todo mi cuerpo cuando sus ojos oscuros se escapaban de los míos. Y no podía siquiera considerar un lugar para que se encalle aquél hombre más que en mi cuerpo.
Las lunas se nos hicieron órbitas, y nuestras ansias prematuras se convirtieron en fingido asombro para desembocar en aburrido desconcierto ahogando un bostezo. Sus manos no me buscaban tanto más que yo las esperaba. Su boca no quemaba mis besos fríos.
Pero mis simulaciones no eran tan deplorables y las 4 palabras temidas iban a llegar indefectiblemente.
Ese día antes de las 4 me dediqué a observarlo y a analizar cada uno de sus cuidadosos ademanes de artista etéreo. Lo noté huidizo, inseguro. Pero James siempre había tenido todo muy claro. ¿No era esto un poco contradictorio? Y, sí. Pero cuando uno se detiene a ver pasar el tren, se da cuenta de que hay pasajeros dentro.
Hasta lo noté más flaco en esa tarde de otoño fúnebre. A la noche, no lo vi cálido y cumplidor. Estaba disperso. ¿Cómo siempre o como nunca? No sé. Distinto a siempre igual. A veces sonriente, a veces taciturno.
Yo seguía sorprendida porque aunque él seguía siendo James, mi James, mi poeta personal y loco, estaba diferente. O lo veía diferente, porque ahora yo sabía cuáles serian las 4 palabras.
Y cada vez que se hacía un silencio entre James y yo, yo abría bien grande el pecho para que dispare las 4, ya que yo había preparado 4 espacios para que allí habitaran.
Pero no llegaron hasta el momento en que yo intuí que James estaba más cambiado y más lejano que nunca.
Lo vi tan poco apasionado en los versos que antes lo colmaban, lo noté tan lleno de ilusiones vacías para con la vida, en un monólogo simple pero confuso. Directo pero disperso. Un verdadero camino sinuoso a la cumbre del tedio informativo sobre la vida de alguien que creía conocer, que culminó en el disparo de las 4, sin que yo allí lo anticipara. “No te quiero más.”
Sin explicaciones previas, a pesar del sinsentido prólogo con excedentes de sueños vacuos.
Pero ahora a mí me toca ser la desconocida, la desnaturalizada. Tengo que explicarle a Douglas que ya no puedo…que él ya no es…, en fin, que nosotros, digo, yo; ya no creo que …
Sentir es algo tan puro que debe ser cuidado, peor hay algo aquí que ya no… Bueno, de todos modos, ya debes saber que…
Me encantaría saber cómo decirte, Douglas, lo que ya no siento por vos. Pero no quiero lastimarte. No quiero llegar a las 4. Tal vez habría necesitado darte un preludio sin sentido, una cerveza y un ambiente amigable y conocido para que te enfrentes a esta desconocida y todo fluyese de manera normal y tranquila.
¡Mierda, James! Antes de irte, al menos me hubieras enseñado a no querer sin ser el de antes, el que yo quise. Ojalá hubiera podido aprender de vos a despegarme de lo que los demás creen conocer de mí, ser diferente de pronto y decirles lo que no quieren escuchar de la manera más dulce, para que no duela. Para que Douglas ya no llore. (2001)

domingo, 1 de junio de 2008

Intruso

Él se olvidó el paraguas. ¿Y eso qué tiene que ver? Un paraguas no significa nada.
Cuando estaba por darle rienda suelta a los relatos que esperan salir a borbotones ese sábado aletargado, lo vi. Un paraguas. ¿Por qué habría de ser tan importante? Rojo, retacón e impertinente. No pude sostenerle la mirada y traté de ignorarlo.
Me volví a sumergir en el papel sin dejar de recorrer con los ojos que se guardan en la mente para cuando no se quiere, pero en realidad uno no puede evitar imaginarse lo que hay detrás de esa puerta, de aquella barrera que borronea la acústica. Y los bordes plateados se dibujan en mi mente. Plateado y rojo, qué horror, qué mal gusto ¿a quién se le ocurre? – Además, el mango era de plástico, que no tendría nada de malo, pero el paraguas estaba ahí colgado, con todos los pliegues abiertos amen de estar envuelto en la reglamentaria cinta con abrojo de cualquier paraguas. Es una verdad universalmente aclamada que la dignidad de un paraguas yace en que el paraguas esté cuidadosamente enrollado sobre sí mismo sin dejar “sobras” al exterior. ¿Qué son esos bordes sobresaliendo socarronamente? ¿Es un paraguas o un ramo de flores? ¡Qué mal gusto regalar flores! No reflejan la personalidad de quién las da o de quién las recibe para el caso. Si yo recibiera flores de un pretendiente lo consideraría ofensivo. Porque no me gustan. Y listo.
Cerré el cuaderno que, evidentemente, iba a quedar vacío, y fui a la cocina a hacerme un té. Eso siempre me hacía bien. Puse la pava y me crucé de brazos a esperar que hirviera el agua. Me concentré en un azulejo. Uno en particular, que tenía amarillo, naranja y marrón. Hermosos colores confluyendo en una forma, que era linda hasta que me di cuenta de que era una flor. ¿Por qué no podían ser círculos o líneas? Flores; estaban en todos lados. Y sin más que eso, me encontré nuevamente pensando en el condenado paraguas.
Hirvió el agua.
Volví al comedor con mi té, y armada de un orgullo sin precedentes para enfrentarme a ese ultra defenestrante paraguas.
Se lo había olvidado ahí, seguramente con un propósito. Éste, justamente, el de distraerme de mi escritura sabática y dejarme bufándole preguntas a un objeto inanimado.
Repetí para mis adentros “Un paraguas no significa nada”. Y me nublé remontándome a los orígenes de esa cosa que me observaba. Sí, me observaba porque tenía ojos. Todos los objetos tienen ojos; sólo que hay que buscárselos. Ahí, entre los pliegues petaliformes andaban los ojos examinadores del paraguas. Registraría todos mis movimientos, la ropa que tenía puesta, lo que comía y quién llamaba, para después ir a contárselo a su dueña- porque de él no era- y se deleitarían juntos de conocer aquellos secretos revelados.
A menos que…
Yo podía burlarlo. Yo podía hacerle creer a ese paraguas que en realidad yo era su dueña, y no otra. Entonces el paraguas sería benevolente, en caso de que lo arrebataran de mi lado.
Lo miré con cariño fingido. Me duró poco- ¿Cómo se podía ser cariñoso con algo tan horrendo? – Traté de tocarlo. No me animé.
Estiré la mano tímidamente, y cuando el paraguas me vio, la retiré asustada y disimulé enterrando la vista en el cuaderno blanco, liso.
¡Es que me negaba a acatar el perfil que podía llegar a tener la dueña de aquella criatura! Sentí el asco de ser catalogada de corriente o típica.
Junté coraje. Ese paraguas, siendo mío, ya no constituiría una amenaza a mi integridad moral. Sería mi aliado y se transformaría en un triunfo, medalla y herida de guerra. Orgullo para mi ego, ¿Y los comentarios de aquellos que me vieran portándolo en alto bajo la lluvia? Un desliz, con el tiempo lo sabrían aceptar. Miré al paraguas, y sacando el cuaderno del medio, armé el ambiente propicio para que el paraguas pasara a ser mío. Noté una mirada sospechosa en el paraguas. Recordé cuánto sufriría si alguna vez descubriera que aquél paraguas usaba mis secretos en mi contra. Alargué el brazo y casi imperceptiblemente acaricié uno de esos pétalos rojo- plateados tan chillones, ¡qué horror!
Levemente, con la yema del dedo anular derecho recorrí ese borde plateado. Parecía no sentirlo. Repetí la operación. Creí sentir que el paraguas comprendía. Quise acariciarlo con algo más que la yema de un dedo. Incliné el cuerpo hacia él y vi mi mano flotando en el vacío. El paraguas ya no estaba ahí. Mis miedos e ilusiones de ostentación se habían evaporado ante mis ojos. Me quedé sola.
¿Por dónde andará ahora, revelando sus oscuros planes? En el suelo, debajo de donde había pendido el paraguas, encontré pétalos de rosa.