Él se olvidó el paraguas. ¿Y eso qué tiene que ver? Un paraguas no significa nada.
Cuando estaba por darle rienda suelta a los relatos que esperan salir a borbotones ese sábado aletargado, lo vi. Un paraguas. ¿Por qué habría de ser tan importante? Rojo, retacón e impertinente. No pude sostenerle la mirada y traté de ignorarlo.
Me volví a sumergir en el papel sin dejar de recorrer con los ojos que se guardan en la mente para cuando no se quiere, pero en realidad uno no puede evitar imaginarse lo que hay detrás de esa puerta, de aquella barrera que borronea la acústica. Y los bordes plateados se dibujan en mi mente. Plateado y rojo, qué horror, qué mal gusto ¿a quién se le ocurre? – Además, el mango era de plástico, que no tendría nada de malo, pero el paraguas estaba ahí colgado, con todos los pliegues abiertos amen de estar envuelto en la reglamentaria cinta con abrojo de cualquier paraguas. Es una verdad universalmente aclamada que la dignidad de un paraguas yace en que el paraguas esté cuidadosamente enrollado sobre sí mismo sin dejar “sobras” al exterior. ¿Qué son esos bordes sobresaliendo socarronamente? ¿Es un paraguas o un ramo de flores? ¡Qué mal gusto regalar flores! No reflejan la personalidad de quién las da o de quién las recibe para el caso. Si yo recibiera flores de un pretendiente lo consideraría ofensivo. Porque no me gustan. Y listo.
Cerré el cuaderno que, evidentemente, iba a quedar vacío, y fui a la cocina a hacerme un té. Eso siempre me hacía bien. Puse la pava y me crucé de brazos a esperar que hirviera el agua. Me concentré en un azulejo. Uno en particular, que tenía amarillo, naranja y marrón. Hermosos colores confluyendo en una forma, que era linda hasta que me di cuenta de que era una flor. ¿Por qué no podían ser círculos o líneas? Flores; estaban en todos lados. Y sin más que eso, me encontré nuevamente pensando en el condenado paraguas.
Hirvió el agua.
Volví al comedor con mi té, y armada de un orgullo sin precedentes para enfrentarme a ese ultra defenestrante paraguas.
Se lo había olvidado ahí, seguramente con un propósito. Éste, justamente, el de distraerme de mi escritura sabática y dejarme bufándole preguntas a un objeto inanimado.
Repetí para mis adentros “Un paraguas no significa nada”. Y me nublé remontándome a los orígenes de esa cosa que me observaba. Sí, me observaba porque tenía ojos. Todos los objetos tienen ojos; sólo que hay que buscárselos. Ahí, entre los pliegues petaliformes andaban los ojos examinadores del paraguas. Registraría todos mis movimientos, la ropa que tenía puesta, lo que comía y quién llamaba, para después ir a contárselo a su dueña- porque de él no era- y se deleitarían juntos de conocer aquellos secretos revelados.
A menos que…
Yo podía burlarlo. Yo podía hacerle creer a ese paraguas que en realidad yo era su dueña, y no otra. Entonces el paraguas sería benevolente, en caso de que lo arrebataran de mi lado.
Lo miré con cariño fingido. Me duró poco- ¿Cómo se podía ser cariñoso con algo tan horrendo? – Traté de tocarlo. No me animé.
Estiré la mano tímidamente, y cuando el paraguas me vio, la retiré asustada y disimulé enterrando la vista en el cuaderno blanco, liso.
¡Es que me negaba a acatar el perfil que podía llegar a tener la dueña de aquella criatura! Sentí el asco de ser catalogada de corriente o típica.
Junté coraje. Ese paraguas, siendo mío, ya no constituiría una amenaza a mi integridad moral. Sería mi aliado y se transformaría en un triunfo, medalla y herida de guerra. Orgullo para mi ego, ¿Y los comentarios de aquellos que me vieran portándolo en alto bajo la lluvia? Un desliz, con el tiempo lo sabrían aceptar. Miré al paraguas, y sacando el cuaderno del medio, armé el ambiente propicio para que el paraguas pasara a ser mío. Noté una mirada sospechosa en el paraguas. Recordé cuánto sufriría si alguna vez descubriera que aquél paraguas usaba mis secretos en mi contra. Alargué el brazo y casi imperceptiblemente acaricié uno de esos pétalos rojo- plateados tan chillones, ¡qué horror!
Levemente, con la yema del dedo anular derecho recorrí ese borde plateado. Parecía no sentirlo. Repetí la operación. Creí sentir que el paraguas comprendía. Quise acariciarlo con algo más que la yema de un dedo. Incliné el cuerpo hacia él y vi mi mano flotando en el vacío. El paraguas ya no estaba ahí. Mis miedos e ilusiones de ostentación se habían evaporado ante mis ojos. Me quedé sola.
¿Por dónde andará ahora, revelando sus oscuros planes? En el suelo, debajo de donde había pendido el paraguas, encontré pétalos de rosa.
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