jueves, 22 de mayo de 2008

Todo, todo al compás del tango

Hay momentos de la vida que tardan en llegar. Un merecido evento que se hizo esperar.
Yo toda esta historieta me la acuerdo medio borrosa. Era verano, y todavía no me había dejado el pelo largo. Así que era chico como para entender ciertas miradas, palpitaciones, intrigas y demás parafernalia del mundo de los adultos.
Éramos un montón en la casa de una familia amiga de mi padre. Era verano. El aire estaba denso y la comida no dejaba de ir y venir. Risas, malentendidos, otra vez las miradas y mucho, mucho arte. De cualquier clase.
Yo era un pibe, nada más, estaba ahí porque lo quiso el destino. Y nada se turbaba, y todo fluía aunque yo era un extraño. Yo y ella. Ella también era una extraña.
Penetró en la vida de toda esa gente, aparentemente hacía mucho tiempo, pero de manera tan anónima y misteriosa, que levantaba miradas (muchas de ellas) y locas inquisiciones de parte de todos. Pero ella no lo notaba. Ella sólo sonreía y deleitaba a todos con su perfil de estatua griega.
De a poco empecé a entender de quién se trataba. Ella venía con uno de todos esos primos, allí reunidos, unidos por el arte y más lejanamente por lazos de sangre. Más que ningún otro arte, la música los unía a todos. A las tías en coro, que decían lo mismo, pero pensaban distinto. A la única prima, inocente y juguetona, aunque mayor a todos, que bailaba sobre el teclado. Al abuelo homenajeado. A los primos, todos diferentes, pero similares en el fuego que destellaban sus ojos, algunos más intensamente que otros, excepto por el que sacaba fotos, que era una verdadera molestia. Y ella, que sólo exudaba brillo. Venía con uno de ellos, de los primos, si mal no recuerdo, con el más grave y sereno. Pero eso ahora no nos interesa. No haría a mi relato más interesante.
Ella no le pertenecía a nadie aunque había venido con uno de ellos. A pesar de la época, y de las convenciones sociales, yo supe que ella no era la novia de nadie. Sus ojos se posaban en lo que a ella le parecía emanaba más magnetismo a su alrededor, y todo era para su disfrute.
De pronto, siendo mi padre un bandoneonísta respetado, fue convocado al centro de la sala para dedicarnos unas milongas, o tangos. Y todo se animó. Todos los primos resultaron músicos de primera. Recuerdo las manos de la única prima flotando al ritmo de la música que ella parecía no tocar. También el saxo hipnótico del primo más chico. Y había una voz muy añeja, que llenaba el aire de ganas de llorar, que creo era de quien la había traído a ella.
Ella se acomodó en un sofá, jugando con su collar negro, y llenando el aire de brillo; y se perdió en la atmósfera estupefaciente del saxo y la voz acompañante. El piano se mecía bajo las manos inequívocas de la única prima, el bandoneón jugaba a ser soprano, pero yo no me dejaba seducir por las notas libidinosas de lo que ya era un ambiente musical exquisito. Yo me perdía en la sonrisa impasible de ella y la gracia con la que ella alentaba a los músicos. En ese momento supe, a pesar de mi corta edad que ella estaba extasiada con cualquiera que tocara música; que estaba siendo creada otra vez a partir de la manera en que esa gente tocaba un instrumento (a veces uno cada uno; otras, todos el mismo).
Y de pronto tuve acceso a sus temblores, a sus pensamientos. Y creí sentir todo aquello que ella sentía. La rendida adoración por quien ahora yo adivinaba como su acompañante. El respeto por toda esa familia ajena que le dio la bienvenida como ella siempre había deseado, o como al menos ella siempre creyó que se merecía. Adiviné en sus ojos un amor indescifrable, unas ganas locas de despojar a alguien de sus ropas. Vislumbré detrás de su máscara impasible una curiosidad de años saciada al fin, y una alegría inmensa que viajaría en avión en pocos meses. Una pena infinita por darle al mundo la noticia de que no era la novia que todos se imaginaban se colaba por detrás de su sonrisa. Y de repente vi algo que me dejó helado. Yo nunca pensé que esa noche podría terminar así. Al mismo tiempo, me llena de interrogantes el alma el hecho de que yo, siendo capaz de inferir todos sus pensamientos y sensaciones, no haya podido ver esto que voy a relatar a continuación.
Puede que la poca sidra que tomé por compromiso y con el sólo objeto de brindar haya hecho un efecto nefasto en mí, pero creo fehacientemente que algo de esto ocurrió.
En sus ojos de muñeca rusa, dilucidé una chispa de incomodidad, casi imperceptible, cada vez que un flash de cámara de fotos inundaba el ambiente de luz artificial. Un giro involuntario la desencajaba de su imagen etérea, y yo lo sentía. Al principio estaba anestesiado acariciando el contorno de su cuello, de sus piernas, y de sus pestañas, que se abrían y cerraban en torno a él. Ahora sí estaba seguro, el primo que hablaba menos, el más oscuro de carácter, el más grave era el que la había traído. Luego de un rato, y luego de que los flashes se habían sucedido de manera sobradamente abusiva, me di cuenta de qué pasaba, o mejor dicho, de qué pasaría.
Sus manos, blancas, adormecidas, se despertaron de un sobresalto ante un flash y buscaron algo en su bolso.
Todos cantaban, se dejaban llevar por la música, nadie estaba lo necesariamente conciente como para ver de dónde o hacia dónde. Se oyó el disparo entre el tumulto de voces e instrumentos.
El único primo que no era músico cayó inerte. Y todo se nubló. La vida se tornó un sinfín de acusaciones y de preguntas eternas sin respuesta. Una familia se vio en vilo por una extraña. Una extraña que había decidido que la música siguiera. Una extraña que sólo quería deleitar sus sentidos, sin que nadie o nada obstaculizaran su deseo. Y lo deleitable se hizo caos. Todo, todo al compás del tango. (2007)

miércoles, 21 de mayo de 2008

Durante

Un intento de abrazar todos los momentos valiosos de mi vida en un glimpse. Nada de lo que se haya vivido habría de ser descartado.


Durante un día, cada mes, la ciudad se vuelve transparente con respecto a la dimensión del tiempo. Es decir, al final de cada mes, en un día entre el 25 y el 28, las barreras del tiempo en la ciudad se borran y el tiempo es único. Todo constituye un gran presente.
Cada ciudadano, en ese día señalado, puede verse sólo a sí mismo repetido tantas veces como haya permanecido o transitado por los diferentes lugares de la ciudad, en ocasiones acompañado por la persona más próxima a su corazón.
Cuando llega ese día, yo me entero fácilmente porque, por lo general, sea en el mes que sea, la noche anterior es cálida y la paso enredando tinta en papel hasta altas horas de la madrugada. Si esas condiciones están dadas, sé que al otro día el tiempo carecerá de barreras. Todo lo que pasó y pasará se mezcla en la ciudad para que yo lo vea. O me vea. Entonces, en estos días especiales que llegan al fin de cada mes, me interno en la ciudad para encontrarme en alguna nueva situación que no haya contemplado.
Como aquella vez en que, aprovechando la carencia de barreras, fui a buscarme con él. Me vi joven, llena de esperanza, con un escrito, ilusionada y luminosa.
Me encontré de su mano, altiva, plena, rozagante.
Vi que estaba sola, llorando, destrozada en pena. Supe que no funcionaría de inmediato. Me llené de odio, odié las barreras y sus ausencias. Vociferé al destino que él no podía actuar a su complacencia con mi vida. Nadie escuchó.
Inevitablemente, al mes siguiente el drama se repetiría, y ya no me quedaba corazón para soportar verme sola, sin él, tratando de forjar una existencia en penuria por falta de un afecto imprescindible.
“¡Esta ciudad está maldita!” rugí llena de ira hacia el destino que se empeñaba en hacerme sufrir. Decidí escapar y llegar a otras latitudes, atravesando órbitas de horarios diáfanos y remotos. El tiempo era diferente y estaba segura de que allí estaría a salvo de los preludios a la tragedia, compuestos de noches cálidas y enredos de tintas en mis vírgenes hojas de papel. Me equivoqué tristemente.
Una noche febril me recibió en la nueva tierra antigua, y me dejé ganar por unas ansias de marcar papel eternamente. No me detuve hasta que el sol me sorprendió por la ventana, e iluminó una ciudad a estrenar, al menos para mi presente.
La curiosidad y las ansias de ser anónima me sedujeron y dejé mi ostracismo. Algo en mi interior me decía que no había podido burlar al fenómeno temporal del que venía escapando. Y una pequeña parte de mi interior no se extrañó al no ver una sola persona en las calles. La ciudad estaba desierta. Me empeñé en encontrar a otra persona. Caminé incansablemente hasta que la luz del sol se fue haciendo tenue y hasta que ya no me quedaban calles urbanas qué recorrer. Llegué a un parque en los suburbios, rendida y vencida por un llanto arraigado en la profunda desesperación de que las barreras se ausentaban siempre y en todo lugar y que jamás me libraría de ese encanto maldito.
Estaba desorientada y exhausta, y a través de mis lágrimas divisé a dos personas caminando. Lentamente se acercaron a un banco en el parque y se dejaron caer torpemente. Una oleada de estupor me invadió cuando descubrí que uno de ellos era yo, con una persona con la que evidentemente tenía una relación cómoda y relajada. Serenamente observábamos la muerte del día, sin prisa y evocando momentos dorados. Tiempo atrás. Más rozagantes. Y hasta hablábamos en otro idioma, el del lugar. Y vi un anillo en mi dedo, igual al de él. Y también vi rostros surcados por al paso del tiempo, y cabellos de plata, fruto de la experiencia.
No los volví a ver, simplemente porque no volví por esa zona en los días especiales del mes. No quiero volver a encontrar a mi vejez aunque me carcoma la curiosidad. Porque la verdad es, todavía no he encontrado a aquél hombre con quien me vi, y el tiempo, cuando las barreras regresan, sigue pasando. (2006)

domingo, 18 de mayo de 2008

Espuma

Un intento de insertar explicaciones a una ausencia no deseada. Dedicado, una vez más, a un creador de ojos oscuros. Sin él, no se habrian originado las cavilaciones que me hicieron sangrar todas estas historias.
Hacía un rato largo que venía siguiendo con la mirada a Cristina. Después de varios meses de ausencia, le había concedido el honor de verme esa tarde. Ella me había suplicado a través del teléfono que la viera. Y ya que ella era habitué del Británico donde escribía tarde tras tarde cosas que jamás leeré y de las que - por lo que me insinuó alguna vez- yo era culpable, allí nos dimos cita.
La seguí con la mirada y acaricié cada uno de sus rulos, que se movían como nubes con cada paso que ella daba. Vi cómo se mordía el labio inferior mientras descubría una vez más la loma de su adorado Parque Lezama. También observé sus curvas tan sinuosas y amables mientras se meneaba al caminar al compás de sus collares de colores. No pude dejar de mirar toda su blancura mientras se confundía con el mundo que casi nunca compartimos y que se la va devorando calle tras calle.
La vi, sonriendo complaciente al llegar a su bar de siempre, nadando en su propio sueño de escritora modesta. Y siempre tan blanca y breve.
La penumbra del bar se la tragó y extrañé por un momento el contacto de mis percepciones visuales con lo que su imagen transfigurada tenía para ofrecerme. La oí vagamente pidiendo un capuccino a la italiana sin canela muy caliente para tomárselo enseguida y me quedé vociferándole sordamente a mi mente mil argumentos para asuntos totalmente míos que ella nunca sabrá.
Habíamos quedado en que yo pasaría por el bar, y como soy hombre y me encanta hacerme esperar, decidí aparecer mucho más tarde de lo acordado. Me quedé solo con la anónima compañía de un cigarrillo, y después de andar confusamente por los vericuetos de mi mente, me descubrí pensando en las formas de Cristina y en su manera curvilínea de caminar. No sé si la deseé, pero me levanté de mi sitio y fui a donde sabía que la encontraría. No tardé en verla, anónimamente sentada en una mesa alejada, entregándose al vicio de escribir para no mirar el reloj, revolviendo su capuccino de tanto en tanto. Me entraron deseos de besarla. Era linda.
Y llegué. Lo más lentamente posible, porque me encanta hacerme desear. En ese momento no estaba disfrutando la tardanza, así que me senté frente a ella y la toqué. Todos los ruidos del universo cesaron. Las esferas y sus vibraciones se detuvieron. La miré a los ojos, esos ojos suplicantes y encantadores, y la besé.
Quise seguir besándola pero al abrir los ojos ya no la vi. Un montón de humo rosa y espuma perfumada me rodeaban y ya no tuve qué desear. (2002)

viernes, 16 de mayo de 2008

Inspiración

El origen de mis cuentos. El estado más inocente. Un tributo a mi primera inspiración, creador de mi lado escritora, que, sino hasta después de muchos años, no supo de la existencia de todo lo que originó.


Yo soy una persona muy ocupada. Me encargo de mi casa, de la servidumbre, de mi trabajo y de mi vida social. Vivo para mí y para mis intereses. Mis placeres también ocupan cierto tiempo en mi rutina; el mayor de los cuales es escribir historias fantasiosas. Claro que para que una persona organizada y ocupada como yo, las visitas inoportunas de la Inspiración no son en lo absoluto compatibles con mi idea de rutina.
A veces, esta señorita se aparece cuando busco qué hacer entre las 3 y las 5 de un sábado lluvioso. Y esto es maravilloso porque, por lo general, no tengo nada planeado para ese momento. A veces se presenta cuando me baño, y al salir de la ducha, a medio vestir, me zambullo en un papel blanco y dejo fluir todo lo que surja. Otras veces, se presenta durante una noche de insomnio, durante la cual es sumamente provechosa, pero al otro día pago las consecuencias de la falta de sueño.
Pero, hay otras veces en las que la Inspiración me visita y no hay nadie para recibirla. Yo, por supuesto, debo estar ocupada atendiendo otros asuntos más productivos. Entonces, alguien hace pasar a la Inspiración al vestíbulo para que espere. Porque siempre hay tiempo para todo, entonces, en cuanto termine lo que estoy haciendo, podré atenderla. Y allí espera la Inspiración, sola e incómoda en un vestíbulo frío. Ella que siempre estuvo acostumbrada a entrar como una tromba e instalarse en donde sea que yo me encontrara.
Yo sospecho que a la servidumbre muy bien no le cae esta visita imprevista, por eso nunca le ofrecen una taza de té o alguna otra cosa para que su espera sea menos lánguida, y creo que la culpable de todo eso soy yo; ya que cada vez que su visita me es anunciada, yo contesto muy altaneramente y restándole importancia: “Que espere.”
Y la Inspiración espera pacientemente hasta ser atendida, pero durante el tiempo de espera, su euforia inicial se transforma en una débil sombra de una idea mustia que ya no conmueve a nadie. Entonces, tal vez, mi interés por verla se disipa, y la Inspiración, comprendiendo que no me será útil en esa ocasión, se vuelve a su hogar- supongo que con las aspas que mueven los soles y dan a la naturaleza sus colores- taciturnamente, para retornar quizás en unos días.
Pero una noche en la que yo no volví a casa sino hasta muy entrada la madrugada, una de las muchachas me comentó que aquella señorita impetuosa que siempre se aparecía sin avisar había estado en casa y que se había cansado de esperar. Yo recordé en aquél momento las ganas de escribir para siempre que me habían sorprendido en la fiesta de donde venía en el momento exacto en el que me presentaron a Federico.
La muchacha seguía hablando, pero yo sólo pensaba en mi Federico, quien horas antes había robado varios besos de mi boca de mujer ocupada.
-... Y entonces nos dijo que ya no la esperáramos por aquí, y se fue, señorita, cerrando la puerta y sin despedirse. Yo creo, señorita, no se me vaya a ofender usted, que estaba cansada de que usted no la recibiera nunca. - Y Asunción, la de más confianza, me terminó de explicar lo sucedido aquella noche.
Pensé que aquello se habría debido al pesado carácter de la Inspiración, y como yo estaba tan secretamente encariñada con mi corazón en vilo, no le di mayor importancia. Ya volvería. Y me fui a dormir.
Federico se convirtió en el encanto bajo el cual la vida era más fácil. Cualquier vocablo que él pronunciara se convertía en un vocablo sagrado. Todos mis sentidos tendían a él tan enfermizamente, que poco tardé en querer plasmar en papel toda aquella revolución de la cual él era responsable.
Por más que yo me sentara en el escritorio de la sala, con la lluvia encordando mis ventanas con sus caricias gélidas y nostálgicas, nada salía para mi adorado Federico. Ni una oda a sus cabellos, ni a sus ojos profundos y verdes le hacía justicia. Nada podía yo darle de mi puño y letra.
Yo sabía que todo aquél inconveniente se debía a que hacía tiempo que cierta señorita no se sentaba pacientemente en el vestíbulo. Y yo sin manera de contactarla. Ninguno de mis amigos- en su mayoría contadores y sociólogos- la conocía. Nunca había tenido yo noticias de su paradero.
La última vez que me había visitado, se había ido muy ofendida. Habría que esperar que se le pasara el enojo.
Mientras tanto, le comenté a mi querido Federico cuánto me gustaba escribir y le mostré algunas obras de cuando la señorita Inspiración y yo nos juntábamos cerca de mi escritorio. Eran épocas felices. Coincidiendo con la cualidad narcisista de todos los hombres- porque hay que aclarar que mi Federico era un hombre- mi precioso Federico me pidió una obra dedicada a él, para contarle cómo lo veo, o qué siento al verlo.
Encantada con la idea, en un principio la acepté con alegría, pero luego, recordando mi pelea con la señorita Inspiración, decidí que tendría que explicarle a mi bello Federico cuál era mi triste situación.
Fijé una noche cualquiera, una de las tantas que nos encontraban perdidos en San Telmo tras vasos de cerveza, para contarle sobre mi pobre infortunio.
Tomé unas copas de más para darme coraje, pero creo que se me fue la mano.
Terminé vociferándole entre llanto e hipo todo lo que lo amaba y cuánto sentía no poder escribirle nada. Lo sentía realmente, y el alcohol lo acentuaba.
Adopté una conciencia más clara cuando el calor de una taza de café me trajo nuevamente a la realidad de mi casa y de los ojos verdes pero nublados de mi querido Federico.
- ¿Te sentís mejor?- me preguntó, frío y metódico. Sólo lo miré atontada, dándole esa mirada por única respuesta.
- Te volviste loca ¿Sabés?- me informó obsoletamente.-Me gritaste no se qué sobre una piba que no te visita y que entonces no podés escribirme nada...- Por un momento paró de retarme sólo para taparme mejor y acomodarme la mesita en donde descansaba mi café. Federico era muy bueno conmigo, siempre fue justo. Y ahora estaba enojado. Me sentí como una nena. Quería que todo volviera a estar bien. Siguió con su sermón, sin levantar la voz.
- Mirá, Mabel, si no me querés escribir, no me escribas y listo. Por lo que entiendo, esas cosas vienen del corazón y evidentemente...- Me miró lastimoso. Yo creí que me moría.
- No, Federico, yo... Vos no sabés lo que siento y cómo lo siento por vos. No podés juzgar.- Balbuceé con la boca todavía un poco dormida por los efectos del alcohol.
-No te esfuerces, está bien, Mabel. Tal vez yo no sea víctima de tu inspiración.
¡Mi Inspiración! Lloré largamente en los brazos de mi perfecto Federico y humedecí su camisa con mis lágrimas de impotencia. Impotencia artística.
-Es que es verdad.- le confesé. -Si no viene la Inspiración, nunca te voy a poder escribir.- Y para reforzar lo dicho, puse el desubicado broche de todos los amantes que siempre suena tan mal. -Te amo.
Él me abrazó, como con pena y me susurró.
-En eso, Mabel, nunca vamos a estar de acuerdo.
Recuerdo aquél último abrazo, cómo me dolió y cómo dejaría que me volviera a doler para tener a mi Federico de vuelta.
Nunca más lo volví a ver. Gran parte de la culpa de que mi adorado Federico ya no me llame antes de dormir y de que no me lleve al Parque después del trabajo es mía. Pero una pequeña parte de la culpa es de esa orgullosa señorita, tan inoportuna como injusta, que jamás se dignó a volver a aparecer y me dejó sola y gris.
Si la ven alguna vez, o si llegan a saber de ella, por favor, díganle que la estoy buscando y que la necesito demasiado. (2002)

Tratado de las Esquinas

Ritual de lo habitual. Duelos que enfrentar cuando uno se embarca en la dura tarea de conocer gente.



Si es que puedo decirlo, hay pocas cosas más difíciles de afrontar que estar parado en una esquina esperando a alguien. Y no hablo del viejo amigo al que ya se le adivinan los caprichos, de hecho, ese no sería el caso, ya que con un viejo amigo se sospecha por el tenor del encuentro cuál será el ritual a seguir una vez que llegue.
A lo que yo me estoy refiriendo es a esas ocasiones en las cuales el eventual interlocutor- no creo haber elegido la palabra correcta- es una persona que apenas ha comenzado a asomarse en nuestro lúgubre y sin sentido universo personal, es decir, es de esas personas con la cuales los preludios son paso obligado ya sea por decoro o vergüenza.
Y uno llega a la esquina señalada, a una hora más o menos señalada y se percata de que se encuentra solo. Esta es la primera desgracia que nos depara una esquina: llegar primero. Cuidado, puede ser señal de primera batalla perdida. Los fuertes de corazón pueden afrontar esta situación dejando que los nervios no ganen ni tampoco llevando el apunte a esa manía de que “todo el mundo se da cuenta de que me plantaron”. La verdad es que la gente pasa por las esquinas sin fijarse en lo que hay ahí parado. Si no me cree, compruébelo usted mismo, pase por varias esquinas, y verá que lo que sea que haya allí no le llamará la atención. Sin embargo, no hay fuerza que nos saque de la cabeza ese comportamiento paranoico que consiste en mirar para todos lados, escudriñar tontamente el celular, o buscar algo inexistente en su bolso. Y si usted llega a tener la desgracia de no fumar, la espera es más que pretenciosa.
Una gran disyuntiva se presenta en este punto: “si no llega en 5, me voy.” Es inevitable llegar a esta conclusión, ya que una esquina es el punto en donde convergen dos mundos, y a veces, donde terminan algunos. En las esquinas también comienzan mundos incongruentes los unos con los otros, que no tienen continuación aunque las calles sigan llamándose igual. Me pregunto porqué las citas no son a mitad de cuadra. Pero mientras los interrogantes crecen- ¿Me habrá olvidado para siempre? O ¿Hasta qué hora se puede esperar sin perder la dignidad?- la persona se apersona, y estas divagaciones se olvidan ya que no forman más parte de la realidad.
De ser más vanidosa, supongo que jamás habría tenido este problema, pero me he encontrado, para mi sorpresa, esperando aterrada en una esquina, con la boca seca, el estómago hecho un revuelo, y las manos húmedas. Y eso siempre coincide con las veces en las que no me siento adorada rendidamente por la persona que debo encontrarme en la esquina señalada. Los síntomas previos a que esta persona aparezca se acentúan hasta lo irrisorio, y nuestra advertencia de lo tontas que somos, aumenta.
De una esquina en la ciudad de Buenos Aires, se pasa, la mayoría de las veces, en horas de la tarde, a un café. Y tomar un café es un ritual que revela más signos de los que se descubren en aquellas charlas interminables que son difíciles de descifrar.
Se pide una carta primero. Llegar al café con una idea fija es siempre de persona fría, calculadora, que vive apurada. No sirve.
Se estudia minuciosamente la carta, perdiendo el interés en cualquier cosa que esté contando nuestro acompañante y cuado la decisión esté tomada, se cierra la carta con aire triunfal y se vuelve a poner atención en el sujeto en cuestión. Llega la infusión, se guarda un silencio sepulcral mientas el mozo va acomodando todos los objetos que acompañan a una infusión (azúcar, taza, tetera, leche, agua) sobre la mesa y se recobra el habla una vez que el mozo se haya retirado. Se procede entonces a hacer intervenir a todas los elementos que están sobre la mesa en la infusión. Uno de los pasos más significativos es agregarle azúcar a lo que sea que uno está tomando. Aliados de esta investigación son los sobrecitos, decodificadores de signos. Si es que hay azucarera, bueno, será cuestión de ir a otro café si se está al acecho de estos signos.
A mí, en lo personal me encanta hacer sonar mi autoridad por medio de golpes firmes a los sobrecitos, haciéndolos míos, con seguridad, y luego rasgarlos, ausentemente, como si nada tuviera uno que ver con aquella violación. Pero hay veces que ni siquiera estas muestras de personalidad fuerte nos libran de ser atrapadas por un ego superior que nos avasalla y limita. Es más, esa persona nos tuvo a su merced por casi 15 ó 16 minutos, en esos puntos que son tierra de nadie, en una esquina, y nosotros nos encontramos bajo llave, sin manera de salir de aquél juego.
Cuando todos estos artilugios de la ritualística de la cita se ven burlados por una persona que los pasa por alto, estamos en condiciones de afirmar que usted ha encontrado una persona digna de todo su encanto. Adelante, es una historia completamente inédita e inextricable. Además, no hay nada menos atractivo que un hombre fácilmente impresionable. Y recuerde, todo comenzó con una esquina. Así que la próxima vez que lo citen en una esquina, piénselo bien; el universo entero podría estar por cambiar. (2007)

miércoles, 14 de mayo de 2008

Nahir

El amor se enseña. Sin ya un amor de quien aprender, dedico cada minuto de mi vida a transmitir esas pasiones que me hicieron tan feliz. Una oda a quien me enseñó qué es el amor.


A Nahir la perdí de la manera más tonta; con mis propias manos. La veía siempre decorando su local, frente al mío. Desplegando todo su arte estético, brillando alrededor de su figura enfundada en colores, que me fascinaban. Yo, siempre entre agujas y tintas a través de mi persiana, la observaba fumar, seleccionar la ropa por colores, sonreír muy esporádicamente y desacomodarse el flequillo cuando se ponía nerviosa.
Hace ya mucho, un día nublado de invierno, después de que hubiéramos puesto en orden nuestros locales, decidí cruzar el pasillo y preguntarle cualquier pavada para iniciar la conversación.
- ¿Te hago una pregunta? – inquirí tímidamente, sin entrar al local, jugueteando
tontamente con la bocha que hacía las veces de picaporte.
- Dale- dijo, levantando la vista del libro de Huxley y desacomodándose el
flequillo.
- ¿Vos tomás café? – No sabía que la pregunta podría sonar tan idiota. Pero cuando la
pensé parecía lógica. Enseguida quise arreglarlo. – Digo, vos ¿pedís café a algún lado mientras estás acá? ¿O algo?
- Sí, a veces pasa Adolfo, el cafetero, o llamo al bar de la otra cuadra… - Salió de
detrás del mostrador, vistiendo unos pantalones de terciopelo verde y una remera naranja. Me miró, interrogándome.
- Bueno- le dije tartamudeando- Avisame si pedís café o algo, porque , bueno,
yo…
- Listo, no te hagas problemas. – Y cerró la conversación haciendo de cuenta que
estábamos de acuerdo.
Me alejé, de nuevo, a mi guarida, pensando un sinfín de combinaciones posibles para que se den las fantasías que habían rondado mi cabeza por días.
Así empezó un largo ritual de golpecitos en el vidrio y vapor avisándome que pasaríamos unos alegres 20 minutos en su local o en el mío, desnudándonos los pensamientos y poniendo a la defensiva todo nuestro intelecto. Los ojos verdes de Nahir me sonreían desde detrás del vapor de su café, asintiendo con mis observaciones y tímidamente acotando una que otra reflexión sabia y llena de purpurina. Recuerdo muy bien el día en que vino a mi local por primera vez. Todo le parecía fascinante. Admiraba cada elemento, sin preguntar nada. Los tomaba, los observaba por largos ratos. Yo le explicaba toscamente cuál era la cualidad de cada uno de los objetos, pero no la veía genuinamente interesada en ellos.
Mientras recorría mi local, en una de sus tantas exploraciones, se sentó de repente en el sillón, y mientras yo le relataba anécdotas sin importancia relacionadas con mi profesión, me interrumpió encendidamente.
- Haceme uno- y me miró fijamente.
Yo, que no había terminado de acomodar sus palabras en mi mente, la miré
confundido.
- ¿Ahora?
- No, tonto, algún día. No sé, cuando quieras.
- No, cuando vos quieras, pero… ¿y el local?
- Lo dejaré cerrado, no sé. – Saltó del sillón y salió al pasillo dejando una
estela de perfume añejo.
- Chau
Desde aquél monosilábico momento, mi vida giró en torno a la ocasión en que
Nahir viniera y me dejara trabajar en su cuerpo. Mi cabeza se veía azotada por interrogantes como el lugar del cuerpo que ella elegiría o el motivo del dibujo. Seguro algo discreto y sereno, pensaba en mis largas noches de insomnio, mientras recordaba su delicada palidez que se recortaba en su ropa brillante.
Sin dejar de revolotear inconcientemente alrededor de su posible aparición ante mi merced, me encontré con su flequillo alborotado enfrente de mí - estaba nerviosa.
- Hola- Me paré incrédulo ante su larga y exótica figura. Me explicó, un poco
parcamente, lo que quería. En ese instante olvidé todas las conjeturas hechas hasta entonces. Mi cerebro era una hoja en blanco donde Nahir podía desparramar todos sus brillos y colores.
La etapa de la curiosidad culminó y comenzó el momento de sentirme nervioso.
¿Y si me sale mal? ¿Y si se ofende? ¿Y si no logro reflejar con mis agujas lo que su risueña alma quiere llevar por siempre en aquella parte del cuerpo? La miré a los ojos. Huyó de mi mirada y se sentó en el sillón sin que yo la invitara.
- ¿Querés que busquemos un motivo o lo invento yo?
Respondió altaneramente y noté que sólo se había concentrado en la palabra motivo.
- Yo ya pensé el motivo, es el disparador.
- Me refiero al dibujo, linda.
Se ruborizó, pero hizo como si no le importara.
- Confío en tu mente. Ya sabés qué quiero.
No era difícil. Delineé el contorno sobre la cara interior de su antebrazo y tracé
líneas de profundidad en las curvas. Ella permanecía inmóvil. Miraba la evolución de mi trabajo de tanto en tanto, pero sus ojos pasaron la mayor parte del tiempo paseándose por el contorno de mis cejas, mi mandíbula, mi boca. El motivo era pequeño; podía terminar de darle color allí mismo y al parecer, a ella no le estaba molestando.
El color violáceo- rosado le dio un aspecto aterciopelado a la figura y más líneas tenues en celeste le otorgaron el brillo adecuado. Era una joya.
- Creo que ya estamos- le dije triunfante, después de casi cuatro horas de trabajo y
de silencio absoluto.
- ¡Me encanta!- me dijo festiva. Y allí no se detuvo- Es perfecta, es justo lo que
quería. Hasta el color es perfecto. Ay, Joaquín…- Y algo tremendo pasó. Sus mejillas, antes pálidas y espectrales, se tornaron rosadas y brillantes, su corazón se abrió, sus emociones, antes sepultadas, galoparon hacia mí y me abrazó fuerte, a modo de agradecimiento. Igual que la orquídea abierta que recién había terminado de tatuar.
Entonces comenzaron las charlas eternas y las confesiones febriles a la luz de las velas en su local cuando ya estaba casi toda la galería a oscuras. Así supe de su fatídica vida, de su fecha de cumpleaños y de lo que le gustaba hacer los domingos. Ella supo también de mí. De las veces que intenté atrapar mariposas para que alegraran mis sábanas y de cómo, inexplicablemente, una mañana, abrí los ojos y ya no las vi.
Ella escuchaba mis relatos. Yo la entendía y guardaba cada uno de sus cuentos como si fueran piedras preciosas. Cuidaba sus palabras como si fueran de cristal.
- Otro- me dijo en medio de una caminata por su parque favorito, ya sin poder
resistir el impulso de abrazarme como siempre que dejaba fluir todas sus emociones.
- ¿Qué? – No pude seguirla
- Quiero otro- me miró sonriendo. – Acá- y señaló el costado derecho de sus
caderas. Días más tarde, estábamos en mi local, a media luz, dándole comienzo a la pasión que surgió de nuestra unión.
- Quiero que se vea imponente.- Y dejé fluir mis tintas sobre su porcelana suave.
Unas cuantas horas se sucedieron mientras oscurecía los ojos del majestuoso animal que ahora habitaba en el cuerpo de Nahir, y contorneaba su felina figura. Un abrazo exhaustivo fue el final de mi obra.
- Interesante- dijo, entornando los ojos y desperezándose después de haber estado
varias horas acostada sobre su lado en el sillón. – Me voy a cerrar el local.
Y se alejó misteriosamente, sin antes cubrir cuidadosamente su nueva adquisición debajo de su camisa rayada amarilla, marrón y naranja. Y aquí todo comenzó a tornarse bizarro, hasta a veces incontrolable. Yo no habría podido saber del poder del sentimiento al tatuar hasta entonces. Me esforzaba tanto en respetar religiosamente sus más hondos deseos que terminaba por retar a la realidad y convertir la patología en una opción.
Las pausas vespertinas para el café por lo general comenzaban con tontos desacuerdos para terminar, ante mis asombrados ojos, en acaloradas peleas adornadas con toda clase de gritos. Día tras día era una tortura. Sus ojos ardían, pero no con la amable curiosidad que le había conocido días antes, sino con furia, odio. Me daba miedo pensar que Nahir emanara odio, y que tal vez yo había sido el causante de todo aquello.
- Necesito un cigarrillo. Dijo una noche, alterada, en su casa.
- Vos no fumás- y seguí hojeando una revista ausentemente.
- Me vas a dar uno- tiró de mi remera tan enérgicamente que pensé que la
desgarraría. La miré fijo. No lo entendí. No entendí sus ojos. Y cuando entre dos amantes los ojos dejan de ser un puente a las sensaciones, todo está acabado.
Lo que sigue es difícil de explicar, porque Nahir me dejó inconciente al arrojarme contra el espejo que reinaba en su cuarto. Me desperté al rato. Me dolía el hombro, las rodillas y la cabeza. Había sangre, vidrios y una nena casi mujer llorando en la cama. Yo tenía un vago recuerdo de rugidos, gritos, zarpazos y golpes. Mucho dolor para tan pocos motivos.
- Te hice algo horrible.
- Ya lo sé. Mirá cómo sangré. – le dije sin ánimo de reproche.
- No me sale disculparme. – Su flequillo era un recuerdo.
- No hace falta. Yo tengo algo de culpa. – Y antes de que sus perlas verdes
comenzaran a hacer erupción otra vez, le expliqué que podía ayudarla.
- Liberame de esto- me pidió, en el acto más desinteresado que vio la Tierra.
- No te lo puedo sacar
- Curame. – después de recuperarla, del modo en que un animal salvaje se
reencuentra con el que alguna vez fue su amo, la llevé al local y durante el viaje traté de encontrar algo que contrarrestara el horrible ser que había creado.
Ella ya estaba acostada y mostrándome la lisa superficie debajo de su musculosa. Mi cabeza no paraba de hacerme preguntas que jamás encontrarían respuesta. La miré.
- Quiero ser libre, y no voy a durar así mucho tiempo. – Ya lo sabía. Le iba a
costar parecer tan tranquila ante un humano tan dubitativo. Pero sus aparentemente obsoletas palabras me dieron la llave. Y las alas estuvieron listas minutos más tarde, mientras mi una vez mía Nahir asimilaba el cambio como si de una tortura se tratara. Bajó del sillón diferente, más blanca, más serena, pero distante.
- Gracias, Joaquín. Nunca me voy a olvidar de esto. – y yo deseé con todo mi
corazón que así fuera. Pero evidentemente me faltó fuerza.
Al otro día fui a verla a su local. Ni siquiera levantó la vista para saludar; siguió ordenando trajes de baño. Tenía puesta la parte superior de uno de ellos. Su águila se lucía triunfante, pero creo que le faltaba color. A la tarde no tomó café conmigo.
- No me di cuenta- me dijo mientras atendía el teléfono urgentemente y se
internaba en una conversación de media hora en que nunca tuve ni tendré participación. La escarcha tímida que aparece cuando se está a punto de perder a alguien se coló en nuestras vidas esa misma noche en mi cama. Nahir estaba dispersa. Sus palabras cantarinas volaban por la habitación. Me recordaba a la Nahir que había descubierto luego del primer tatuaje, pero ahora era más incoherente en su discurso.
- Vení a la cama- le dije, mientras ella vagaba desnuda sin rumbo por mi
habitación.
- No- dijo sin darse cuenta ni mirarme, - hay un mosquito en la cabecera.- agregó
gravemente.
Me reí de ella y repetí la orden. Me di vuelta y vi al mosquito. Lo quise matar pero
fallé y sólo logré espantarlo. Realmente amaba a Nahir.
- Dale, vení. Ya se fue. Volvé a la cama.
- Ni en pedo. – Y se vistió.
Ninguna de sus mariposas pobló mis sábanas por mucho tiempo. Y pronto volvieron
a ser blancas como siempre que estoy solo.
Un día, al entrar a la galería, creyendo fehacientemente que Nahir estaría más cálida, más cercana y más como en la época de la orquídea, vi una pesada persiana prolongarse frente a mi local por semanas y semanas. Largo como una condena. Nunca más volví a verla. Tal vez voló. Tal vez yo la hice volar. El segundo de los caminos es el más difícil de descifrar. (2003)

lunes, 12 de mayo de 2008

Teté


El principio del temblor. El primer sismo en un lápiz se antecede por una calma inexplicable.


Cuando llegué a la casa de Teté, había música. Esto ya era raro porque en la casa de Teté la música sólo amenizaba reuniones, y ahora ella estaba sola. Tal vez alguien se había ido hacía unos momentos. Pero no pregunté.
Mientras caminaba por el pasillo, noté al pasar por la habitación que la cama estaba tendida. Me extrañó mucho, porque que era sábado y Teté nunca arma la cama. Menos un sábado. Sin embargo, continué en silencio, porque su imagen me enmudeció.
Teté estaba sentada en el sofá de la sala, apoyada sobre su costado, bordando. ¿Bordando?
Sí, Teté bordaba y yo nunca lo había notado. Morrissey seguía gritando desde el parlante que lo interrumpiéramos si creíamos haber escuchado aquello antes. Igualmente, la tarde se veía silenciosa cuando llegué a la casa de Teté. Algo era raro.
La mirada grave de Teté se levantó de su bordado por un segundo para mirarme – como si no hubiera sabido que era yo el que acababa de llegar.
- ¿Cómo estás? – preguntó desinteresadamente.
- Bien- respondí dejando mi saco sobre un sillón, mientras ella siguió mis movimientos con su mirada grave.
- Qué bien.
No creo que haya estado enojada. ¿Por qué habría de estarlo? Yo no había hecho nada para causarle enojo.
Estaba lejana. Para mí, había toneladas de causas en su actitud para tildarla de loca. Pero ¿qué había de raro en la imagen de una mujer de veintitantos, en su sillón, bordando?
Bueno, yo conocía muy bien a Teté. Ella no bordaba. ¡Por Dios! ¡En dos años jamás la había visto hacerlo o siquiera hablar de eso! Otra cosa, la cama. ¿Qué hacía la cama hecha? Ella sabía que yo vendría, ¿por qué no me estaba esperando en la cama? Ella era una eterna enamorada de su cama. Entonces, ¿qué hacía en el comedor?
Mis conjeturas suenan banales, pero es inimaginable la importancia que encierran.
¿Y la música? Yo sé que las mujeres son cambiantes en su humor pero ¿Morrissey a la tarde? Eso era para la noche, cuando las amigas de Teté venían a cotorrear y a tomar cerveza. Me van a acusar de prejuicioso, pero tengo razones para afirmar que Teté es muy estructurada. Por ejemplo, ella limpia todos los sábados a la tarde.
¡Mierda! ¿No les digo? Hoy es sábado y no está limpiando, ni ordenando. Ni parece que haya pasado una escoba. Lo peor es que todo este tiempo en que mis cavilaciones me mantuvieron disperso, estuve parado frente a ella, mirándola bordar, lenta y espaciadamente, sin siquiera levantar la vista. Como un robot. Pero con una leve sonrisa en los labios. La aguja se hundía y arrastraba un río verde sobre un mantel blanco, que fluía hasta quedarse inmóvil en la forma de lo que yo creo será una hoja.
Tuve que decir algo.
- Teté, ¿me estás engañando? - ¡Bravo! En cuanto me escuché diciendo eso,
quise escapar y no volver más.
- No. – Me aseguró sin levantar la vista y sin descuidar su bordado.
Raro, ella habría respondido “No, ¿por?”, pero esta vez no lo hizo.
Ella siempre sostuvo que los hombres éramos más prácticos que las mujeres. Ellas
están siempre buscando respuestas a preguntas que nadie ha formulado, mientras que nosotros sólo aceptamos los hechos como son, sin cuestionamientos.
Sin embargo, ella no se detuvo a preguntarme por qué todavía estaba parado en la sala, mirándola, extrañado.
Ante tamaña indiferencia, tuve que sentarme a su lado. Al lado de esa esfinge, perfecta y curvilínea, que no se inmutó cuando ocupé ese lugar.
Sus ojos seguían graves y relajados sobre su bordado. Sus manos livianas iban y venían con una gracia que jamás había visto. Su pecho subía y bajaba con la respiración. Quería tocarla. Sabía que sería difícil llegar a su exterior y mucho más a su interior.
Yo estaba tenso. Mi mente se despedazaba en millones de frases que se desvanecían antes de formularlas, porque no eran demasiado buenas como para llegar a su corazón.
¡Si tan sólo me hablara, eso ayudaría tanto! Si me dijera algo… cualquier cosa. ¡Cuántas veces había deseado que se calle! Cuando me reclamaba atención, cuando enumeraba las razones de su depresión. Cuando exponía con minuciosa claridad qué esperaba de mí. ¡Y yo no la escuché!
Ahora deseo más que nunca que hable. De cualquier tema. Porque ni siquiera está enojada; eso quiere decir que no hay nada que la turbe. Y alguien sereno es más fuerte que un mar de furia. Por fin me animé a preguntarle.
- Vos ¿Cómo estás? – y no recordé haber preguntado eso por mucho tiempo.
- Bien.- Dijo fría pero encantadoramente.
Entendí que Teté podía prescindir de mí toda su vida. Yo ya
había salido de su corazón. (2006)