viernes, 16 de mayo de 2008

Inspiración

El origen de mis cuentos. El estado más inocente. Un tributo a mi primera inspiración, creador de mi lado escritora, que, sino hasta después de muchos años, no supo de la existencia de todo lo que originó.


Yo soy una persona muy ocupada. Me encargo de mi casa, de la servidumbre, de mi trabajo y de mi vida social. Vivo para mí y para mis intereses. Mis placeres también ocupan cierto tiempo en mi rutina; el mayor de los cuales es escribir historias fantasiosas. Claro que para que una persona organizada y ocupada como yo, las visitas inoportunas de la Inspiración no son en lo absoluto compatibles con mi idea de rutina.
A veces, esta señorita se aparece cuando busco qué hacer entre las 3 y las 5 de un sábado lluvioso. Y esto es maravilloso porque, por lo general, no tengo nada planeado para ese momento. A veces se presenta cuando me baño, y al salir de la ducha, a medio vestir, me zambullo en un papel blanco y dejo fluir todo lo que surja. Otras veces, se presenta durante una noche de insomnio, durante la cual es sumamente provechosa, pero al otro día pago las consecuencias de la falta de sueño.
Pero, hay otras veces en las que la Inspiración me visita y no hay nadie para recibirla. Yo, por supuesto, debo estar ocupada atendiendo otros asuntos más productivos. Entonces, alguien hace pasar a la Inspiración al vestíbulo para que espere. Porque siempre hay tiempo para todo, entonces, en cuanto termine lo que estoy haciendo, podré atenderla. Y allí espera la Inspiración, sola e incómoda en un vestíbulo frío. Ella que siempre estuvo acostumbrada a entrar como una tromba e instalarse en donde sea que yo me encontrara.
Yo sospecho que a la servidumbre muy bien no le cae esta visita imprevista, por eso nunca le ofrecen una taza de té o alguna otra cosa para que su espera sea menos lánguida, y creo que la culpable de todo eso soy yo; ya que cada vez que su visita me es anunciada, yo contesto muy altaneramente y restándole importancia: “Que espere.”
Y la Inspiración espera pacientemente hasta ser atendida, pero durante el tiempo de espera, su euforia inicial se transforma en una débil sombra de una idea mustia que ya no conmueve a nadie. Entonces, tal vez, mi interés por verla se disipa, y la Inspiración, comprendiendo que no me será útil en esa ocasión, se vuelve a su hogar- supongo que con las aspas que mueven los soles y dan a la naturaleza sus colores- taciturnamente, para retornar quizás en unos días.
Pero una noche en la que yo no volví a casa sino hasta muy entrada la madrugada, una de las muchachas me comentó que aquella señorita impetuosa que siempre se aparecía sin avisar había estado en casa y que se había cansado de esperar. Yo recordé en aquél momento las ganas de escribir para siempre que me habían sorprendido en la fiesta de donde venía en el momento exacto en el que me presentaron a Federico.
La muchacha seguía hablando, pero yo sólo pensaba en mi Federico, quien horas antes había robado varios besos de mi boca de mujer ocupada.
-... Y entonces nos dijo que ya no la esperáramos por aquí, y se fue, señorita, cerrando la puerta y sin despedirse. Yo creo, señorita, no se me vaya a ofender usted, que estaba cansada de que usted no la recibiera nunca. - Y Asunción, la de más confianza, me terminó de explicar lo sucedido aquella noche.
Pensé que aquello se habría debido al pesado carácter de la Inspiración, y como yo estaba tan secretamente encariñada con mi corazón en vilo, no le di mayor importancia. Ya volvería. Y me fui a dormir.
Federico se convirtió en el encanto bajo el cual la vida era más fácil. Cualquier vocablo que él pronunciara se convertía en un vocablo sagrado. Todos mis sentidos tendían a él tan enfermizamente, que poco tardé en querer plasmar en papel toda aquella revolución de la cual él era responsable.
Por más que yo me sentara en el escritorio de la sala, con la lluvia encordando mis ventanas con sus caricias gélidas y nostálgicas, nada salía para mi adorado Federico. Ni una oda a sus cabellos, ni a sus ojos profundos y verdes le hacía justicia. Nada podía yo darle de mi puño y letra.
Yo sabía que todo aquél inconveniente se debía a que hacía tiempo que cierta señorita no se sentaba pacientemente en el vestíbulo. Y yo sin manera de contactarla. Ninguno de mis amigos- en su mayoría contadores y sociólogos- la conocía. Nunca había tenido yo noticias de su paradero.
La última vez que me había visitado, se había ido muy ofendida. Habría que esperar que se le pasara el enojo.
Mientras tanto, le comenté a mi querido Federico cuánto me gustaba escribir y le mostré algunas obras de cuando la señorita Inspiración y yo nos juntábamos cerca de mi escritorio. Eran épocas felices. Coincidiendo con la cualidad narcisista de todos los hombres- porque hay que aclarar que mi Federico era un hombre- mi precioso Federico me pidió una obra dedicada a él, para contarle cómo lo veo, o qué siento al verlo.
Encantada con la idea, en un principio la acepté con alegría, pero luego, recordando mi pelea con la señorita Inspiración, decidí que tendría que explicarle a mi bello Federico cuál era mi triste situación.
Fijé una noche cualquiera, una de las tantas que nos encontraban perdidos en San Telmo tras vasos de cerveza, para contarle sobre mi pobre infortunio.
Tomé unas copas de más para darme coraje, pero creo que se me fue la mano.
Terminé vociferándole entre llanto e hipo todo lo que lo amaba y cuánto sentía no poder escribirle nada. Lo sentía realmente, y el alcohol lo acentuaba.
Adopté una conciencia más clara cuando el calor de una taza de café me trajo nuevamente a la realidad de mi casa y de los ojos verdes pero nublados de mi querido Federico.
- ¿Te sentís mejor?- me preguntó, frío y metódico. Sólo lo miré atontada, dándole esa mirada por única respuesta.
- Te volviste loca ¿Sabés?- me informó obsoletamente.-Me gritaste no se qué sobre una piba que no te visita y que entonces no podés escribirme nada...- Por un momento paró de retarme sólo para taparme mejor y acomodarme la mesita en donde descansaba mi café. Federico era muy bueno conmigo, siempre fue justo. Y ahora estaba enojado. Me sentí como una nena. Quería que todo volviera a estar bien. Siguió con su sermón, sin levantar la voz.
- Mirá, Mabel, si no me querés escribir, no me escribas y listo. Por lo que entiendo, esas cosas vienen del corazón y evidentemente...- Me miró lastimoso. Yo creí que me moría.
- No, Federico, yo... Vos no sabés lo que siento y cómo lo siento por vos. No podés juzgar.- Balbuceé con la boca todavía un poco dormida por los efectos del alcohol.
-No te esfuerces, está bien, Mabel. Tal vez yo no sea víctima de tu inspiración.
¡Mi Inspiración! Lloré largamente en los brazos de mi perfecto Federico y humedecí su camisa con mis lágrimas de impotencia. Impotencia artística.
-Es que es verdad.- le confesé. -Si no viene la Inspiración, nunca te voy a poder escribir.- Y para reforzar lo dicho, puse el desubicado broche de todos los amantes que siempre suena tan mal. -Te amo.
Él me abrazó, como con pena y me susurró.
-En eso, Mabel, nunca vamos a estar de acuerdo.
Recuerdo aquél último abrazo, cómo me dolió y cómo dejaría que me volviera a doler para tener a mi Federico de vuelta.
Nunca más lo volví a ver. Gran parte de la culpa de que mi adorado Federico ya no me llame antes de dormir y de que no me lleve al Parque después del trabajo es mía. Pero una pequeña parte de la culpa es de esa orgullosa señorita, tan inoportuna como injusta, que jamás se dignó a volver a aparecer y me dejó sola y gris.
Si la ven alguna vez, o si llegan a saber de ella, por favor, díganle que la estoy buscando y que la necesito demasiado. (2002)

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