sábado, 7 de julio de 2012

Con los Difuntos y Agonizantes

A Florencio Nullo lo conocimos hace dos años, haciendo taller juntos. Con él aprendí el significado verdadero de la metonimia. Cada una de sus ornamentadas frases, sus pausas prosódicas, sus adjetivos rimbombantes y sus cadencias obsesivas ejemplificaba soberbiamente toda su personalidad.


Florencio creía en portar sombrero en cualquier estación del año y en saludar diciendo Buenas Tardes si se encontraba con un grupo de personas. Como nosotros éramos un grupo de personas, todas nuestras tardes fueron apostrofadas con los mejores deseos de Florencio Nullo.

Nos reuníamos cada semana a discutir nuestros traspiés de textos breves y torpes tratando de aparearlos con teorías conocidas o al menos con otras obras literarias más célebres y así tener la excusa de cambiar de tema. Nos entreteníamos, al compás de las charlas, comiendo bizcochos y vigilando la meticulosa y arbitraria distribución del mate. Todo era bastante tedioso, pero seguíamos juntándonos empacadamente por una sola razón. De a intervalos, llegaba el día en que teníamos que leer un texto que Florencio Nullo había escrito.

¡Ah! ¡Qué deleite!

Antes del encuentro, sufríamos días enteros; nos arrancábamos los capilares y rechinábamos los dientes al develar el texto de incomparable articulación poética ante nuestros ojos. ¿Cómo era un ser humano capaz de escribir así? Nos mirábamos los unos a los otros con desazón; nosotros no podríamos igualarlo jamás. ¡Qué agudeza! ¡Qué exquisita percepción! Florencio nos dejaba jadeando de admiración y de envidia; y cuando lo veíamos en el taller, no sabíamos si saludarlo o hincarnos de rodillas para que nos deseara las mejores tardes de nuestras vidas. Él seguramente tenía ese poder. Queríamos besar el camino que describían sus pasos desde la puerta de calle hasta su silla de plástico, queríamos prestarle la lapicera si se la había olvidado, manipulábamos impunemente la ronda del mate de modo que el cebador quedara a su izquierda y Florencia fuera el primero en tomar.

Además de hacernos sentir desesperanzadoramente inferiores, pero sin crueldad, Florencio Nullo nos prestaba libros. Todo el tiempo. Parecía comprarlos al por mayor y siempre nos alentaba a que leyéramos de a miles.

En una ocasión, pudo haber sido una charla post- taller en la vereda, Florencio se dirigió a mí para saber qué me gustaba leer. Yo le conté sobre mi preferencia por los autores clásicos. También los difuntos.

- ¡Qué particularidad! ¿Sólo los textos que llegan desde la ultratumba?

- Y, al menos los que compro yo están todos muertos. Los vivos que leí:

Capelli, Selci, Katchadgian, Rubio, me los prestaste todos vos.

Se rió con aire de madurez y se fue caminando hasta la esquina, solo y espléndido. Al la semana siguiente, estábamos todos juntos en la librería La Estrella, dispersos y borrachos de títulos y tapas. Nadie hablaba con nadie; a ninguno de nosotros se le habría ocurrido. Florencio se asomó por detrás de mi hombro y me miró agarrar “Los Pichiciegos”

- ¿Piensa comprarlo?- Siempre nos trataba de usted.

- ¿Sabés que sí? Me cansé de los vivos prestados.

- Pues entonces: enhorabuena!

La cara de mis cofrades talleristas la semana siguiente reflejaba

apesadumbramiento. Algunos cabeceaban que no era justo. Miré las notas obituarias en los diarios que tenían en la mano y creí que Florencio Nullo me guiñaba un ojo. Una gran pérdida para la literatura argentina, y yo justo me había comprado un libro de él.

Como se acercaban las vacaciones de invierno, compré una lectura amena para pasar esos quince días al abrigo de algo picante: “Wasabi”. Como no pasa con la mayoría de los autores, a este yo le conocía la cara. Lo veía todos los miércoles presentando películas en I-sat. Y un buen día, me llamó la atención no verlo más introduciendo el ciclo, sentado al costado de una avenida con aire arrogante y pacato. En el taller se comentó la tragedia pero muy superficialmente; nadie le tenía tanta simpatía como para hacerlo extensivo o lacrimoso.

Seguíamos escribiendo, a pesar de todo. Éramos excelentes talleristas. Arrebatábamos momentos enclaustrados a nuestras tareas diurnas, nos afanábamos en usar cada segundo de nuestras vidas para escribir, llamábamos a nuestros amantes por los nombres de algún personaje que habíamos inventado y nos sobrevenían complejísimas vicisitudes a causa de nuestra obsesión literaria. Dimos la vida y la cordura por las letras; nos encontrábamos inmersos en mundos que habíamos creado una tarde de modorra frente a la pantalla, y de golpe, nos costaba diferenciar los referentes reales de las sombras que habíamos nombrado parecido para camuflarlas en un texto. Era la idea misma del paraíso.

Como era de esperarse, después de un tiempo prudencial en el taller, Florencio Nullo fue publicado. Un editor grisáceo, harto de leer pueriles intentos de novelas, fue a dar con un borrador de Florencia Nullo y quedó prendado de su cadencia obsesiva, sus ornamentos intrincados, sus sinestesias y de su vocabulario docto.

Cuando Florencio lo anunció, después de habernos deseado Buenas Tardes, aplaudimos de compromiso e intercambiando miradas de Ya lo Sabía. Porque no era ningún mérito. Era obvio: Florencio Nullo había nacido para ser publicado. Predeciblemente, se organizó una presentación en la librería La Estrella, que casualmente tenía alguna clase de arreglo con la editorial que había publicado a Florencio Nullo. Ese nombre pertenecía a un estante. Yo quería que fuera el mío.

Todos los talleristas estábamos ahí, escudados detrás de vasos de vino y lanzando miradas de orgullo a Florencio, que navegaba en un mar de intelectuales, mezquinándoles agudos comentarios diestramente coordinados. Unas horas más tarde, se acercó al taller. Todos nos atropellamos por tartamudearle una felicitación, y de súbito nos quedamos callados. Entonces yo decidí romper el acalambrado momento y dije:

- Voy a comprar uno de tus libros, así me lo llevo a casa autografiado.

Me dirigí hacía la caja, blandiendo un ejemplar de su opus. Se leía en la tapa

su nombre ilustre, con trompetas de fondo cada vez que alguien lo nombraba: Florencio Nullo.

Desde la caja, vi que mis compañeros dialogaban agitadamente mirando hacia donde yo estaba. ¿Me había olvidado de subirme el cierre? Me cercioré. No era eso. Gesticulaban, urgidos por alguna cuestión inescrutable desde donde yo los miraba. La asistente, detrás del mostrador, puso la copia del libro de Florencio en una bolsa. La agarré y no pude resistir la tentación de sacar el libro, acariciarle la tapa y olerlo. ¡Qué honor! Busqué mi billetera, y mientras extendía el brazo para que el dinero sea de más fácil alcance para la asistente, rastreé a Florencio con los ojos. Ahí estaba, parado junto a mis compañeros del taller. Le sonreí para brindarle toda mi lealtad de lectora. Pero no me devolvió la sonrisa. En cambio, lo vi volverse más pálido.

En cuanto la asistente me dijo Gracias y depositó el vuelto en la palma de mi mano, Florencio se desplomó sobre el suelo de la librería. El acto constituyó que Florencio Nullo perteneciera, de ahí en más, a mi biblioteca y, por lo tanto, al área de los difuntos. (2012)