jueves, 9 de julio de 2009

Bífido.

Listo, le voy a dar este libro, que es lo que me pidió, sin ánimos de segundas intenciones, y nada más. Le voy a regalar una sonrisa, de esas que muestran todos mis dientes, y yo sé que le gustan, porque me mira mucho más concentrada cuando sonrío así. Y nada más. Van a ser 10 minutos como mucho. Y después vamos a volver a ser lo que solíamos ser. Ella mucho más experimentada, envuelta en un halo de misterio, y yo, todo por descubrir, apostándole a lo viejo conocido.
Voy a tocar el portero y me va a atender. Subí. ¿Y si me abre desde arriba y me dice que suba? Voy a tener que enfrentarme a la boca socarrona del ascensor y dejar que su espejo me refleje inseguro y desarmado para una batalla que no tenía planeada. Blandiendo un libro como único escudo, estandarte, excusa.
El vértigo en el pasillo largo y las líneas enceradas del piso me van a marcar un destino ineludible. Tocar otro timbre, sabiendo que ya se está próximo a caer en la trampa. Yo no quería esto. Yo sólo quería prestarle este libro que ella pidió; que en realidad yo le ofrecí y ella aceptó. Entro al living.
Una calidez inesperada me envuelve y no sé muy bien dónde estoy parado. Me siento, entonces. El libro deja de ser un aliado para convertirse en parte del mobiliario que nos rodea.
Sin saber cómo, se presentan vasos llenos de cerveza, diálogo cómodo, miradas que descansan en los ojos del otro.
Una locura. Lo sé, lo internalizo. Esto es una locura. Sus ojos calmos me llevan a perderme allá donde mis códigos pierden sentido. ¿Y por qué no? parece reinar sobre todas las cosas.
Se cuela en nuestra charla…
En la avenida Caseros hay unos restós nuevos, cocina de autor. Divinos. Eso si queres seducir a alguna sujeta.
Restós?
Si, esos lugares en los que te reciben con una copa.
Cuando decís copa, a qué índole de copa te estás refiriendo?
Sólo hay una clase de copa en esos lugares.
¿Puedo decirte una locura?

Me despego de mi cuerpo y me veo levantándome de la silla y caminado por todo su living, con las manos en la cabeza. Es que si te lo digo, voy a quedar como un idiota.
Estoy muy intrigada…
No puedo, no puedo. Dejá, olvidate, es una locura.
Mirá, no me lo digas. Escribilo en este papel. Si a mí me parece una locura, lo tiro y lo olvidamos.
¿Y si no?
Te respondo en el mismo papel.


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Hoy no va a pasar nada. Esa premisa es todo lo que importa cuando se está impaciente. Hoy no se va a dar. Las cartas estarán echadas, las llamadas hechas, todos los requisitos cumplidos, pero eso no va a suceder. No importa que yo lo haya invitado, no importa que le haya sugerido querer verlo con una excusa tangible y poco valedera. Voy a sentarme delante de él. Voy a cruzar las piernas, me voy a respaldar en mi sillón marrón y voy a explicarle que esta noche no es la noche, independientemente de lo que mis ojos le indiquen. Él va a entender. Es tan inocente. Esos ojos no saben mentir aún, él todavía no aprendió el arte de las respuestas condicionadas. Y va a tener que acatar mis reglas, porque en lo que va de nuestra relación, siempre tuvo que hacerlo.
Hasta me di el lujo de retarlo alguna vez. Miles de veces jugué mi carta de persona estricta e inflexible para que él se doblegara. Esa es la faceta de mí que conoce, y no es momento aún de que conozca otra. Hoy sólo me voy a deleitar viéndolo probar mis sillones y mis discos, husmeando entre mis libros y luciendo un cuerpo perturbador pero agobiante al mismo tiempo. Voy a recorrer su sonrisa, el contorno de sus labios, y si se aventura a tocarme, no lo voy a permitir. Parece que tengo la situación bajo control. ¿Por qué me sudan las manos entonces? Debe estar por llegar en cualquier momento. Mejor me cambio estas zapatillas, y… suena el timbre.

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Me tienta poder escribir y dejar todas mis dudas en el campo de lo inefable. Si está escrito, no hace falta que nadie lo diga. Ella es tan comprensiva, tan didáctica. Me deja de dar miedo confesar algo tan febril que se hace cada vez más comprensible a medida de que sus ojos me invitan a la confianza. Hasta pareciera que quisiese que la tocara. Pero aún no me animo, hay un halo de pureza cubriéndola, una barrera que no puedo envilecer.
Dale, abramos otra. No me la imaginaba tomando tanto. Las distancias parecen acortarse. Cualquier cosa me parece una buena idea ya, como siempre entre la segunda y tercera botella.
Yo desconfiaría del hombre sin patillas. Las patillas siempre son señal de hombría de bien
¿Las patillas de quién?

No tengo idea de qué estábamos hablando, pero es increíblemente fácil seguir la conversación y asentir. Me da risa. Me río. Ella también. Es lindo verla reírse tanto. Acerco mi silla al trono donde ella, sólo ella es reina.

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No tengo códigos ni conmigo misma. Me cuesta no imaginármelo en otra situación. Sus ojos están húmedos con ilusión, mis manos no paran de moverse, describiendo ademanes que suplen la falta de contenido en mis palabras. Lleno el aire de más aire para que la tensión no se note. No puedo confiar en mí. Me miento constantemente y sé que no puedo poner las manos en el fuego por lo que pueda llegar a hacer en el lapso de, digamos, dos horas. Decido seguir el recorrido de sus manos, enormes, que se acomodan el cuello de la camisa, descansan sobre un muslo, tamborilean nerviosamente sobre el borde de la mesa. No logro concentrarme en mi cometido. Una vez más voy a recrear dentro de mi mente como será besarlo. Una de sus manos está muy cerca de una de las mías. Su dedo anular está rozando el dorso de mi mano. Lo miro. Sólo una mirada represora debería bastar. No la retira.
¿Qué haces, nene?

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No lo soporté más. En cuanto me desafió a que no la tocara, algo se encendió dentro de mí. Fueron palabras que me dolieron como el frío en la cara apenas se sale a la calle por la mañana. Hoy no va a pasar nada. Pudo haber sido catalogado como bronca, pero había un elemento de lástima por mí mismo. No entendía porqué ponía ella tanta distancia entre nosotros, si ya nos habíamos reído juntos. ¿Es que esas risas compartidas no habían significado nada? Una vez que librara aquel impulso, la justificación me daría mucha vergüenza.
La tomé del brazo y tiré hacia mí. Su cara de sorpresa fue más estimulante que todo su peso sobre mis piernas. Trató de reírse y de zafarse. No sé de dónde saqué tanta fuerza, pero ella estaba inmóvil en mis brazos y ahora no había vuelta atrás.

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Un demonio. Nunca creí que un nene tan inocente alojara semejantes impulsos dentro de su ser. Y la fuerza con la que me aprisionó es inexplicable. Una energía que bien canalizada podría hacer los placeres… pero no puedo pensar en eso ahora. Sus ojos se inundan de ira y una mueca de perversión se dibuja en sus labios. Se materializa ante mi incrédula mirada la razón de todos mis miedos. Él me maneja a su antojo y dejo de ser dueña de mis movimientos. Ya me canso de gritar, hasta que descubro que mi boca está obstruida y respirar se vuelve trabajoso…

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Dejó de moverse. Sus ojos están fijos en un punto en el infinito. ¿Qué no iba a pasar, eh? Perra, esto y todo. La palabra justificación sobrevuela mi mente, busca aterrizar en algún terreno firme, pero no se lo voy a permitir. Por ahora no, estoy muy ocupado poseyendo todo este reino que se me fue negado por tantos años, toda esta infinidad de mujer eterna que supo establecer límites, pero ya no más. Ya no hay límites. Me engolosino con sus curvas y su cara perfecta. Justificación. No hay. Me va a dar vergüenza admitir que la única manera de poseerla era haciendo esto. Un paso ineludible para el gozo extremo. Una condena me espera, condena de dimensiones despreciables comparada con el placer del que me encuentro prisionero. (2009)

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